Se me han
acabado los secretos que contar, la fe, las ganas de esperar y los mitos. Se me
han caído los pantalones hasta los tobillos y por el camino la hebilla se
enganchó a mis virtudes y las hizo girones.
Pasan los días a la velocidad del
AVE y el tren que espero siempre se ha equivocado de andén. Voy rápido sin
saber a dónde, movida por los golpes anónimos de una avalancha tan grande como
la del Madrid Arena. Ya va siendo hora de dejar la manía de lanzarme por los
balcones para comprobar que la gravedad sigue funcionando, pero ¿de qué vale
decidir que no aguantas más cuando los frenos están rotos y la Tierra conduce a
107000 kilómetros por hora? No hay señal de frenado de emergencia de aquí al
cielo y
solo oigo las sirenas de los camiones de bomberos. No me vale con un Windsor. Que
noviembre reviente, y con él Madrid entero, que no me de tregua, ni un hueco
para escapar. Un Nerón que incendie la ciudad, un Londres 1666, Santander en el
41.
Ser invadida, luchar por
evitarlo, pero caer como cuando las naciones más fuertes caen. Arder como el
Reichstag de Weimar. Como caen las estrellas cuando se convierten en
supernovas, en su máximo esplendor, en su mayor orgasmo. Y paladear la muerte.
Averiguar si sabe a color rojo, a pólvora y a óxido; a desorden y a cenizas. A
tabaco. Si cruje como el hielo a masticarla, si es fría y tiene ese toque
amargo, ácido, a mandarina. Si sabe a vísceras, a lo que debería haber dentro y
ya no está, a pérdida, a agua de lluvia. Si te quema la garganta como un
chupito de vodka.
Y quizá, morir con la esperanza de resurgir de mis cenizas, como un
ave fénix.