martes, 15 de noviembre de 2011

XVI. Se rompió la cadena que ataba el reloj a las horas.


Unas quince horas antes, aún quince de noviembre, martes, por la mañana.

Huía de ese parque sobre la Harley. Aún de día, sólo en busca de un sitio donde refugiarse de la luz del sol como un vampiro. Huía de sus problemas a lomos de la máquina, viviendo del rugido del motor, saciando su sed con el aire que la moto cortaba en tiras cuando intentaba llegar al infinito. Al infinito, a donde ya no había problemas. Huía en definitiva, de su propia vida, huía de ella misma. Era su instinto el que creía, inocente, que escondiéndose en la oscuridad no la encontrarían. No se encontraría.

Pero no había oscuridad suficiente en los días de Madrid, y, aunque el frío apremiaba, el sol brillaba, alegre, como riéndose irónicamente de Rebeca. Conducía, como siempre, sin saber a dónde. Intentaba no llamar la atención, pero era difícil en una ciudad llena de gente tal y como aún seguía vestida. De nada servía ralentizar la velocidad con ese fin, pero no era buena idea hacer méritos para que la parase la policía. No con una buena cantidad de droga bajo el asiento de la moto y una carta similar a una orden de búsqueda y captura. Era todo tan distinto a por la noche… No estaba hecha para el día, definitivamente.

Unos cuantos kilómetros en todas las direcciones después, las piernas dormidas le exigían una parada. Aún no eran ni las doce del medio día. Cada vez la agobiaba más la luz, las calles llenas de trajes y corbatas y los escaparates reflejando su cara en cada semáforo en rojo. Paró, no sabía dónde. Estaba otra vez un poco apartada del centro, pero seguía sin saber qué hacer. Aun no se había bajado de la moto, y la volvió a arrancar, buscando, como horas antes, un parque en el que sentarse y seguir pensando. Pronto paró en uno, bastante más normal que el de aquella mañana, y esperó que no volviese a pasar algo parecido otra vez. Volvió a sentarse en el banco más apartado, volvió a liarse un porro, repitiendo paso por paso la escena de aquella mañana. Sin embargo y por sorpresa, esta vez el mechero pareció apiadarse de ella y por una vez funcionó. En el fondo, eran esos pequeños detalles los que podían hacerla sonreír –a ella igual que a todo el mundo- por muy mal que estuviese, esos detalles que parece tener el mundo contigo como si estuviera diciéndote “¡Ey! ¡Aún me acuerdo de que existes!”. Puso la mochila que llevaba encima, llena de cocaína, hachís y algunas golosinas más en un extremo del banco y se tumbó apoyando en ella la cabeza. Aspirar, espirar, aspirar, espirar, monótonamente, dejando en suspensión el humo dentro de ella unos instantes hasta que necesitaba soltarlo y repetir el proceso nuevamente. Imaginó que un día no tuviera esa necesidad de exhalar el humo, que pudiese mantenerlo en suspensión eternamente. Que a la vez fuese el humo quien la mantuviera flotando a ella, una simbiosis anti gravitacional. Imaginó no tener cuerpo, solo ser ella en alma, y no tocar, ni oler, ni ver nada; y tampoco tener sed, hambre o sueño. Sentir la esencia de las cosas sin los impedimentos del cuerpo, volar.

Y cuando despertó de ese trance, de no saber si su mente había salido de su cuerpo o si sólo se había quedado dormida, ya había anochecido. Debían haber pasado muchas horas, pero no se había dado cuenta. Ahora, ya de noche tenía las horas predestinadas a sucios negocios y sexo inseguro, pero no podía olvidarse de lo que le esperaba cuando volviese a salir el sol. Se incorporó y sobre el mismo banco se hizo una raya de coca. Mejor, definitivamente volvió a despertarse, con una vitalidad nueva que ahogaba cualquier recuerdo de esa mañana. Bueno, todos menos uno. De nuevo sentada sobre la bestia negra metálica, avanzaba otra vez, guiada únicamente por el instinto en dirección a su piso, a su antiguo piso a ese al que ya no podía volver. Se sorprendió de todos los kilómetros que había hecho ese día, pero no le importaba volver a hacerlos, era fantástico dar vueltas con los pies sobre las alas de su Harley, la única que le quitaba los problemas. Amaba el frío y la sensación de detener el tiempo cuando ella, ligera, se abría sin piedad paso contra el aire, y el tacto del asfalto sobre sus ruedas. Eso era lo más parecido a la libertad que podía conseguir. Con el cuerpo acelerado por la cocaína, la moto también se aceleraba, y cada vez más y más. Pero ella la dominaba, era un cuerpo pequeño sobre una bestia grande, pero aun así, David ganaba siempre a Goliat.

Y en mitad del camino, volvió a detenerse, como si hubiera algo que se lo impidiera. Su instinto buscaba algo allí, y aunque su inteligencia la instaba a darse la vuelta, el inconsciente como juez claramente parcial, empujaba su cuerpo como la inercia impulsa hacia delante a un cuerpo a gran velocidad cuando frena de golpe. Y por tercera vez ese día, volvió a cruzar ese arco de enredaderas hacia un parque ahora tan oscuro y lúgubre como el más aterrador laberinto.

Encontró lo que buscaba, y sabía que a ella también la habían encontrado. Y se estremeció, como nunca antes, esas cosas que siente el instinto antes que la inteligencia. 

-¿Quién eres?- Le preguntó una voz, tras ella. Una chica rubia. La chica rubia de esa mañana, la que le dejó el mechero que estaba con su novio. A la que buscaba y la que la buscaba a ella. -¿Quién eres?- Volvió a preguntar, ahora con la voz más temblorosa, dejando entrever que la seguridad con que lo había dicho la primera vez no era más que una farsa preparada.

***
-¿Quién eres?- Preguntaba Claudia a esa sombra que acababa de llegar, como ella había intuido. Había estado segura en todo momento de que iba a pasar, y había reunido valor para intentar parecer segura y fuerte ante ella, pero todo se había desvanecido con la primera palabra. Después, su voz temblaba, y se convertía en un susurro. Y varias veces más fue capaz de repetir la pregunta ya en susurros inaudibles antes de que sus miedos, sus fantasmas se adueñasen de ella, sus obsesiones y sus locuras. Lloraba de rabia, de una rabia venida de no se dónde, de toda la presión, de su soledad y los sueños de los últimos día. De la desestabilidad de los últimos dos meses en comparación con los dieciséis años anteriores. Entonces, comenzó a gritar gritos ahogados entre lágrimas y bocanadas de aire, a apenas cincuenta centímetros de la desconocida que había arrancado esa expresión a Marc esa mañana. Ambas sabían que no había sido una mirada cualquiera, que por un momento el tiempo se había detenido esa mañana, que tres astros desconocidos y a la vez viejos conocidos coincidían a la vez, tres titanes, tres números primos. 

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