sábado, 27 de agosto de 2011

II. Muchas veces refugiarse en el fracaso es una forma de poder seguir vivo en la presión de los sentidos.


Misma hora, en otra parte de la ciudad.
Le pide educadamente que la acerque a su casa, que en coche no cuesta nada, pero ir andando sobre esos extravagantes tacones baratos, que casi se podría decir que están hechos de plástico, es demasiado. Sobre todo porque ya no recordaba cuantas horas había pasado de pie, parada, únicamente con un “ceda el paso” en el que apoyarse cuando le empezaban a temblar las piernas. Eso, y además que esa noche había hecho todo el frío que se podía registrar en Madrid a mediados de septiembre en plena madrugada.

Afortunadamente, aquel hombre aceptó, por supuesto, no sin exigir algo a cambio, pero a Amélie ya no le importaba hacerlo otra vez, ya habían sido muchas veces esa noche, y el cansancio, sobre todo, la empujó una vez más a inclinarse sobre la entrepierna del conductor, quien mirando al techo del coche se dejaba, placenteramente, hacer.

Tras tanto tiempo dedicándose a complacer a hombres, Amélie se había acostumbrado demasiado a todo. Sentía que ya no había nada en el mundo que pudiera asquearle más de lo que lo había hecho su propio cuerpo años atrás. Sin embargo, ahora se sentía totalmente indiferente a todo. Con el tiempo incluso había dejado de sentir asco hacia ella misma, y hacia los hombres que la alquilaban. Solo sentía una inmensa apatía hacia todo. Incluso alguna vez de estas que entre cliente y cliente su cerebro tenía una mínima gana de pensar, llegó a creer que en el fondo le gustaba su profesión, pero en cuanto el siguiente coche volvía a frenar cerca de ella, se daba cuenta de que no sentía nada, no le gustaba, tampoco lo repudiaba, simplemente le daba igual.

El coche se frenó una esquina antes de llegar a la casa de Amélie. La chica buscó las llaves entre el mar de preservativos y chicles que inundaba su bolso, y entró en su casa. Tras unos años de autónoma en el negocio de la prostitución, había conseguido tener el suficiente dinero como para alquilar un piso minúsculo compuesto por una habitación en la que apenas cabía una cama y un camping gas, uno de esos pequeños hornillos cocina portátiles que la gente utiliza para cocinar en los campings, pero que para Amélie era lo único que tenía para poder hacer una comida caliente. El frigorífico no medía más de un metro de alto, era lo mejor que había podido encontrar cerca del contenedor de basura de la esquina. La mayoría de las veces no funcionaba, pero al menos podía utilizarlo de mesa para comer sobre él cuando tenía tiempo y ganas de llevarse algo diferente a la boca de lo que solía llevarse.

El piso también contaba con un cuarto de baño, es decir, una taza del váter en la que nadie se atrevería a sentarse encima, un bidé coronado por un trozo de espejo que Amélie había conseguido, como casi todo el mobiliario de su apartamento, en el contenedor de basura de la esquina; y un plato de ducha un tanto antihigiénico, que desde luego, no contaba con agua caliente. Sin embargo, nada más llegar a casa Amélie tuvo la necesidad de meterse dentro, sumergirse en la fría agua de la ducha e ignorar todo a su alrededor, sin que nadie la molestara. Lo bueno que había conseguido con ese piso era poder vivir sola.



1 comentario:

SSX dijo...

Perra! Al teclado Partytiger.
Bienvenida al mundo blogger, ese que para la juventud Tuenti no parece existir, pero sí.
Bueno, y como es costumbre, te sigo y te pido que te pases por el mío, aunque hayan pasado años mil desde que no escribo. TE QUIERO!
http://critizeisfunny.blogspot.com/