miércoles, 7 de septiembre de 2011

V. No pills for what I fear


Aun era pronto cuando se decidió a bajar las escaleras para volver a sumergirse en el océano de mierda de todos los días, pero la última vez que apuró más de la cuenta el tiempo antes de salir de su casa se encontró a otra chica en la esquina en la que solía ponerse, y en este negocio no era muy recomendable ponerse a discutir por ello. Amélie pensó que había llegado un momento en que ellas mismas se auto consideraban tan poca cosa, tan animales que hasta ese detalle que en una situación parecida entre dos personas cualquiera se habría solucionado simplemente con dos frases, para ellas se dejaba en manos de leyes naturales tan simples como la supervivencia del más rápido. Sólo eran las seis de la tarde y comenzaba su turno, de aproximadamente unas catorce horas diarias, obviamente sin más descanso que el tiempo que pasaba entre que acababan con un cliente y aparecía el siguiente, y ni hablar de descansar los domingos. Le hacía gracia cuando hablaban de la prostitución como un trabajo. Sí, era un servicio ofrecido a cambio de un dinero, entraba dentro de la definición de trabajo, pero no era eso. Era una forma de supervivencia cuando ya no te queda nada. 

La prisa había merecido la pena, sin embargo aun iba a pasar un rato largo hasta que apareciesen los primeros clientes. El sitio en el que solía ponerse era una calle excéntrica de un barrio considerablemente marginal, a cinco minutos de unos almacenes abandonados que solían servir de escenario a sus servicios, los cuales se veían desde la carretera y no era un secreto para los que solían circular por allí lo que había en ese lugar. Entre semana la mayoría de sus clientes solían ser camioneros, hombres cincuentones a los que sus mujeres obesas no satisfacían, o borrachos de bar de los que hacían rentables las máquinas tragaperras de los bares de la zona. Los fines de semana, con suerte, aparecía algún grupo de chiquillos de veintitantos, borrachos como cubas, con los que era más fácil follar, pero solían tratarlas peor. Ese día era jueves, con suerte algún estudiante… No, no solían andar por esas zonas.

Se sentó a esperar en la acera, apoyada contra la pared mugrienta del que podía ser el bar más asqueroso de todo Madrid, sin prestar la más mínima atención a ese detalle, y dejó descansar las piernas, que acababan de recorrerse unos tres kilómetros desde su casa hasta allí. Por ahí no llegaba el metro, y no le gustaba coger autobuses. Ahora que lo estaba pensando se acordó de la última vez que tomó uno, hacía ya varios años. Acababa de empezar a trabajar por su cuenta, en la calle, y no le pareció mala idea usar el transporte público para ir al extrarradio. Pronto se dio cuenta de que sí que había sido una mala idea, al notar como se iba formando una ola de dos segundos de silencio incómodo y miradas mezcla de rechazo y compasión, seguido de una cadena de murmullos a medida que iba cruzando el autobús hasta el final. Entonces, con la certeza de que todo el autobús la estaba mirando como si fuese un perro abandonado y lleno de pulgas lo que se había subido al autocar, una sensación de rabia, impotencia y odio, tanto hacia el colectivo entero del autobús como –y con más fuerza- hacia su persona, la inmovilizó. Comenzó, inevitablemente a llorar, y huyó corriendo del autobús ante la mirada de aversión del conductor que estaba a punto de cerrar la puerta del vehículo. Nunca antes se había sentido tan como si llevara escrita la palabra puta en la frente, tan etiquetada y repudiada por la sociedad, como si quisieran recordarle continuamente que no era una de ellos, que a todo el mundo le incomodaba su presencia, que no era una persona.

Cuando se dio cuenta, una lágrima se había escapado, rebelde, de sus ojos. Algo parecido a un sentimiento de esos que todos los recuerdos llevan consigo despierta al pensar en ello. Aunque resulte difícil creerlo, no se acordaba de la última vez que había llorado. Ni de la última vez que había sentido pena, tristeza, alegría, amor o incluso un orgasmo, lo propio del sexo. Quizás lo del autobús fue lo último, a partir de ese momento su concepto de sí misma como persona se terminó de deteriorar, llegando al extremo de animalizarse, de solo responder a las necesidades básicas: comer y dormir, malvivir, sobrevivir. 

Diez minutos después seguía sin aparecer ningún cliente, las piernas se le empezaban a dormir de estar sentada en la acera, y la tripa le rugía como una bestia feroz del hambre. Como por instinto, se levantó dirigiéndose al bar repulsivo en cuya pared había estado apoyada hacía dos segundos. El interior era bastante más nauseabundo que la fachada, como era de esperar. Amélie se sentó en un taburete que parecía haber estado forrado de un sucedáneo de cuero pero en ese momento solo era una capa raída que dejaba ver la goma espuma amarillenta y rota del interior. Casi diez minutos después, justo cuando la chica empezaba a pensar que era un buen momento para salir de allí y volver a su esquina, un hombre de unos cuarenta años y ciento cuarenta kilos de peso, una importante escasez capilar y una enorme tripa cervecera que no se había molestado en cubrir con una camiseta, mostrándola completamente cubierta de pelo empapado en sudor y mugre, apareció tras la barra.

-Dime, preciosa, ¿qué quieres que te ponga?- Decía el camarero mientras se apoyaba en la barra y mostraba una media sonrisa de dientes amarillos y negruzcos.
-Un café, por favor- Contestó Amélie, con su curioso acento francés casi extinguido, que solo aparecía a la hora de pronunciar una erre. 

Sí, quizá un café le quitaría un poco la sensación angustiosa que le había dejado aquel doloroso recuerdo, el recuerdo del fin de su persona y el nacimiento de sí misma como ser expectante malviviente. El camarero desaparecía por la puerta en ese momento, mientras se subía un poco unos calzoncillos, también mugrientos, como todo allí, tratando inconscientemente de tapar un poco lo que debía tapar. Amélie esperó que volviera pronto con el café, ya que su esquina volvía a estar sola y, por tanto, en peligro de ser invadida, entretanto que miraba fijamente el suelo lleno de colillas de cigarros, cáscaras de pipas y servilletas sucias, intentando averiguar su color original.






1 comentario:

Ernesto Dopethrone dijo...

Todos hemos sido Amélie alguna vez. Gran blog el tuyo. Encima te molan Radiohead. Eres una tia way. Un saludo!