Cuatro días después de aquel extraño jueves, todo había vuelto
a la normalidad en la vida de Claudia, teniendo en cuenta que en su caso el
significado de la palabra normalidad era un poco distinto del común: seguía con
sus obsesiones por la perfección, por controlar absolutamente todo. Apenas
recordaba lo del jueves, quizás sólo como un suceso atípico al que no
encontraba explicación. Era como si la rutina se la hubiera tragado, como si
sus obsesiones fueran un agujero negro que la hubiera absorbido. No se atrevía
a admitir ante ella misma que se había sentido completamente feliz y
despreocupada simplemente consiguiendo apartar sus obsesiones durante unas
horas.
El jueves, al volver a casa pareció haber olvidado por
completo su pacífica mañana, y enseguida comenzó a ordenar una vez más por
orden alfabético los cuatrocientos libros de la biblioteca particular que había
construido su padre tras toda una vida de lectura. Le llevó varias horas
hacerlo, y al acabar, no contenta con el resultado, volvió a sacarlos de las
estanterías todos, uno a uno, y comenzó, de nuevo, esta vez ordenándolos según
el color de la cubierta. Ese fue una más de las mil tardes que pasaba ordenando
cualquier colección de objetos de su casa bajo cien diferentes criterios, como
si nunca llegasen a estar bien ordenados.
Esa tarde había sido parecida, cargada de horas intentando
ordenarlo todo y manteniéndolo perfecto. Ya había anochecido, y Claudia, cansada,
con dolor de cabeza y la eterna sensación de haber dejado un trabajo a medias,
se acercó al frigorífico en busca de sobras de la comida del día anterior,
dispuesta a recalentarla y cenar algo, pero no había nada, el frigorífico
parecía haber sido atracado por cinco ladrones muertos de hambre. Y su madre no
volvería hasta dentro de dos o tres semanas. Valeria, la madre de Claudia
formaba parte de la directiva de un importante museo, y muchas veces solía
salir del país para dar conferencias y clases magistrales, y pasaba varias
semanas sin volver a casa. De hecho Claudia a penas la veía, solo una o con
suerte dos semanas al mes. Su padre, Ángel, no salía tanto de Madrid, pero
tampoco pasaba mucho tiempo en casa. Claudia se había criado prácticamente
sola, y quizá por ello había desarrollado ese tipo de obsesión por el orden y
la perfección.
Cualquier otro día, no le habría importado acostarse sin cenar,
pero tampoco había comido y el hambre se apoderaba de ella. Aún con el uniforme
del instituto puesto, un billete de veinte euros, las llaves y el Marlboro,
salió a las calles de Madrid, con la única intención de encontrar un
restaurante limpio y no demasiado caro para cenar algo. Tres cuartos de hora
después, el cielo estaba completamente negro y las calles desiertas de la
capital no parecían muy inofensivas, y Claudia aún no había encontrado nada que
le pareciese adecuado. Pero el hambre ya casi le impedía andar, asique, contra
sus creencias se metió en el siguiente bar que encontró. No estaba mal, pero
tampoco le agradaba permanecer demasiado tiempo ahí dentro, por lo que pidió un
bocadillo caliente para llevar y salió lo más rápido posible de allí.
Comenzó el camino de vuelta a casa a una velocidad extrema.
Madrid no era muy seguro a esas horas para una chica de dieciséis años que
andaba sola por la calle. Entonces, cinco minutos después, escuchó algo, unos
pasos detrás de ella. Quizá no era nada, pero tenía la sensación de que la
perseguían. Empezó a caminar más rápido, pero los pasos la seguían, y no era
capaz de darse la vuelta para ver si de verdad la estaban persiguiendo. Intentó
andar más rápido, pero era imposible, echó a correr. Empezaba a notar un sudor
frío por su cara, o tal vez fueran lágrimas de los nervios. Tenía mucho miedo,
y a penas lo notaba, pero corría como nunca antes había corrido en su vida. Lo
que quedaba de bocadillo se le debía de haber resbalado entre sus manos
sudorosas, pero era lo que menos le importaba en ese momento. Seguía escuchando
los pasos, como martillazos detrás de ella, a un volumen exageradamente mayor
del ruido que unas pisadas podían producir. Estaba increíblemente nervios,
presa del pánico. Corría en cualquier dirección, sin saber hacia dónde se
dirigía.
Corrió durante mucho tiempo, hasta que de repente dejó de
escuchar los pasos tras ella. Cayó exhausta al suelo, perdiendo el
conocimiento.
-¿Me escuchas? Disculpa, ¿me escuchas? ¿Puedes abrir los
ojos? Intenta mirarme. ¿Me escuchas?
Claudia intentó abrir los ojos poco a poco. Delante de ella,
un hombre intentaba reanimarla. No lo había visto en la vida, pero Claudia no
tenía fuerzas para volver a intentar huir. Además, parecía inofensivo, si
quisiera haberle hecho daño, podría haberlo hecho cuando estaba
inconsciente. Veía aun borroso, pero
estaba segura de que no lo conocía.
-¿Me ves?
Claudia asintió casi imperceptiblemente con la cabeza. No sabía
qué ni cuánto tiempo había pasado desde que salió de su casa. Lo último que
recordaba era haber pasado a un bar buscando algo de comer.
-Llevo media hora intentado reanimarte, llamé al número de
emergencias pero aún no ha venido nadie. ¿Qué te ha pasado? Te vi corriendo muy
rápido sola por la calle, y de repente paraste y te desplomaste en el suelo.
Pero la chica no se acordaba de nada, y le costaba
profundamente articular palabra. Cayó en la cuenta de que tampoco tenía ni idea
de dónde estaba. Un rato después, con la ayuda de aquel chico, que no tendría
más de veinte años y resultó llamarse Marc, consiguió llegar a casa, donde
nadie la esperaba ni había notado su ausencia.
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