jueves, 15 de septiembre de 2011

VII. Volar sin alas, volar sin aire y seguir sintiendo.


Había veces que hasta se aburría de esa vida que llevaba, que para cualquiera sería como un gran fin de semana infinito, pero para ella llevaba mucho tiempo siendo rutina. De todas formas, ese cansancio no solía durar mucho, normalmente hasta que comenzaba a pensar en otras cosas, en su pasado. Entonces, cuando se daba cuenta de que sus pensamientos iban por un camino que empezaba a doler, se ponía de cocaína, o de lo que fuera, y vuelta a empezar, a salir a la calle a emborracharse, bailar, drogarse, despertarse en camas anónimas y dormir de día, que eso era como una puerta blindada a lo de pensar. 

Hacía aproximadamente mes y medio de la noche de aquel episodio con esos tres chicos que la habían visto, por descuido -o quizá no-, desnuda por la ventana, pero ella lo había olvidado. Era finales de octubre en Madrid, y por las noches ya comenzaba a hacer frío, pero Rebeca seguía vistiendo con sus vaqueros probablemente demasiado cortos. Cuando iba en la moto y el aire pasaba rápido y congelado por sus piernas, le gustaba. Cuando se le ponía la piel de gallina también le gustaba. El frío era centímetro más de la puerta blindada que evitaba que pensara en otras cosas.

Como otra noche más, Rebeca se sentó frente al espejo de su habitación dispuesta a maquillarse, pero antes de comenzar no pudo evitar quedarse unos segundos mirándose a sí misma, desmaquillada, limpia, como era de verdad. "Rebeca, ¿qué te ha pasado? ¿Cuánto tiempo vas a aguantar así? A penas te reconozco." pensó. A penas se reconocía a sí misma como la chica de diecisiete años que era, como la chica alegre y cariñosa que había sido. Ya no sabía quién era, ya sólo era un cuerpo sin vida al servicio de lo que la noche quisiera hacer con ella. Sus buenos momentos, o lo más parecido a ello que vivía era fruto de los narcóticos. 

Rebeca advirtió que estaba cerrando los ojos con mucha fuerza, como la primera vez que te montas a una de esas montañas rusas enormes que te dejan boca abajo unos segundos, con miedo. Los abrió despacio, cuidadosamente, deseando no ver algo que estaba segura que iba a ver, esa lágrima avanzando por su cara, a sus anchas, sin el permiso de nadie. Ahí estaba. Entonces, con todas sus fuerzas, se levantó de la montaña de cajas vacías de pizzas en la que estaba sentada y comenzó a destrozarlos todo a su alrededor, furiosa. Patadas a todo: puertas, paredes, mesas, lo que fuera. Todo acabó esparcido por el suelo, en pedazos. Se hizo una raya. Lo único que nunca se había atrevido a tocar, curiosamente lo más frágil y el motivo del destrozo, era el espejo. Quizás sabía que era lo único que de vez en cuando podía traerle recuerdos de cuando todo era diferente.

Diez minutos después se encendía un porro con ese mismo mechero que llevaba mes y medio funcionando cuando le daba la gana. De fondo sonaba Pyro, de Kings of Leon, su grupo preferido. Esa canción la hacía dejar la mente en blanco, y si cerraba los ojos se imaginaba flotando en un lago ella sola, mientras el sol se empezaba a esconder entre las montañas de alrededor, y sentía como si el agua la estuviera acariciando. Era una sensación de paz y felicidad absoluta. Algún día buscaría un lago como ese, y haría el muerto mientras el sol se estuviera poniendo. 

Acabo la canción, y acabó el porro. Volvió, aun con esa placentera sensación abrazándola, frente al espejo, decidida a maquillarse, y sin demoras comenzó a llenarse los párpados de sombra de ojos negra. Se solía maquillar mucho por que así se sentía más anónima, menos reconocible suponiendo que hubiera alguien que pudiera reconocerla. Siempre iba sola, no tenía amigos, apenas tenía conocidos, y guardaba la esperanza de que las personas con las que pasaba las noches fueran como ella y tampoco recordasen nada al día siguiente. Maquillada se sentía aun más alejada de todo lo que había dejado de ser. Cinco minutos y un poco de rímel después se abrochaba el sujetador negro de encaje y la cremallera de los pantalones vaqueros, esos tan cortos. Una camiseta negra, unas botas de esas militares y un bolso con una cantidad importante de todo tipo de estupefacientes. Arrancaba la moto un segundo después de conseguir encenderse otro porro, y avanzaba dirección al centro, tenía que conseguir algo de dinero para cenar la semana siguiente.

Ya sabía a la discoteca que iba a ir. Conocía a bastante gente del personal, incluido algún portero que la colaría rápidamente y gratis. Solía conocer a bastante personal de mil discotecas diferentes. Si hubiera seguido estudiando, probablemente en tres o cuatro años sería una de las mejores relaciones públicas de Madrid, se le daban bien esas cosas. En quince minutos estaba dentro de una de las mayores discotecas de la ciudad, ella sola, rodeada de cientos, quizás miles de desconocidos moviéndose al ritmo que marcaban los platos de uno de los DJs más famosos del mundo. La sala estaba decorada con murciélagos, telas de araña y demás adornos propios de películas de miedo para niños. Por la fecha que era cayó en la cuenta de que posiblemente fuera Halloween. Mejor, abría más gente, irían disfrazados y sería más difícil encontrar alguna cara conocida, aunque era algo que no ocurría muy a menudo. 

Decidió que era hora de dejar de analizar el ambiente y de empezar a solucionar el molesto tema de que no disponía de mucho dinero. Y así, sigilosamente comenzó a deslizarse entre la gente y venderles un poco de felicidad.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sigue!

SSX dijo...

Bueno, es que piensas dejarnos así eternamente! Sube otro YA!