Ese quince de Noviembre, aproximadamente dos semanas después
del vigésimo segundo cumpleaños de Amélie, y por tanto de que conociera a Ángel
y redescubriera las capacidades que tiene en ser humano para sentir felicidad,
la chica volvía a abrir la puerta de aquel mugriento bar de la esquina,
mientras descubría después de tantos cafés y mamadas en ese lugar, el letrero violáceo
de neón prácticamente fundido y chispeante a cada calambrazo que dejaba
imaginar el nombre del bar, “El Deseo”.
De la misma manera, por primera vez se daba cuenta de la
asquerosidad inmunda del local, de la sensación de estar todo bañado en grasa,
del monocromático tono amarillento del que parecía estar pintado todo, del olor
a sudor del patético dueño que ya veía acercarse con sus globos oculares del
mismo color amarillento que reinaba en todo el bar inyectados en lascivia. Se
daba cuenta entonces de que por primera vez, también sentía asco; con aún el
vivo recuerdo de a penas dos días atrás en el blanco e impoluto hogar de Ángel,
cada segundo ahora en el bar y cada paso que daba el camarero en su dirección
generaban un inmenso asco a Amélie; quizá incluso no tanto asco como el que
cualquier persona normal podría sentir en ese momento. Una arcada frenada a
tiempo fue el empujón que Amélie necesitaba para salir corriendo. Sin embargo,
todo lo lejos que llegó fue a su esquina de siempre, a apoyarse en la misma
pared del bar del que acababa de salir, repugnada.
Se acordó de la primera noche tras conocer a Ángel, del día
después de renacer en esa intensa sensación junto a él. En efecto, había
renacido, si por renacer se entiende volver a nacer, volver a tomar fuerzas o
energía, ya que antes de él, Amélie en el fondo había dejado de sentir, llegando
al extremo de a penas sentirse persona. La vida entera le había hecho asumir
que tan sólo era un objeto diseñado para satisfacer a los demás a costa de sus
sacrificios.
Después de su primera noche con él, Ángel la llevó de vuelta
al barrio donde vivía. A penas se acordaba de su negocio cuando el hombre le
tendió un billete bastante mayor de lo que ella solía cobrar, pero no pudo
rechazarlo, no estaba en condiciones. Esa noche ya comenzaba a notar cambios,
comenzaba a sentir un desencanto con su vida que anteriormente había asumido y
no le importaba, pero ahora, poco a poco esta desilusión se iba acentuando, a
ritmo de los besos de Ángel.
Cada noche, a eso de las nueve o diez como ese mismo día,
Amélie volvía aún a su mítica esquina, con la única esperanza de que esa noche
también apareciera ese Audi negro para recogerla, para sacarla de su rutina
aplastante y claustrofóbica; apenas prestaba atención al resto de los coches,
arriesgando su propia comida ante el supuesto de que Ángel no apareciera.
Pero sí aparecía, todas las noches, y ella sonreía y se
sentía, por primera vez querida cada noche. Algo muy especial había despertado
en ella, un cariño hacia ese hombre en tan solo dos semanas, un alivio extremo,
una bocanada de aire limpio cada vez que estaba con él, a parte de lo que le
hacía sentir cuando se fundían cada noche, cuando tras miles de caricias y
besos se escondían tras las blancas sábanas de la casa de Ángel. Y tras eso,
con otra oleada de besos se despedían, Ámelie con algo de dinero más y ambos
con una sonrisa especial.
Esa noche, como todas las demás, Amélie a penas se acercaba
a intentar seducir a otros hombres, esperando ansiosa la llegada de su ángel.
Pero pasaban las horas y él no venía, y Amélie aún conservaba restos de la
angustia experimentada hacía ya un par de horas en “El Deseo”. Llovía oscuridad sobre el cielo de Madrid, y en las afueras,
la noche fría de mediados de noviembre se clavaba en los huesos de Amélie que,
con la esperanza al borde de la expiración, no sabía si irse ya a su casa o al
menos hacer un servicio para llevar algo de dinero a casa. Y entonces, cuando
el reloj marcaba las tres de la madrugada y la joven, decepcionada, giraba
sobre sus tobillos caminando hacia su casa, los potentes focos del elegante
coche negro estrellaron su luz contra las piernas largas de marfil de Amélie.
-Am, no me gusta nada que estés aquí. Este no es tu sitio-
susurró Ángel al oído de la prostituta, que sonrió levemente sin decir nada y
cerró los ojos aspirando el aliento de su hombre- Lo digo en serio, mírame a
los ojos- tomó la cara de la chica, obligándola a incorporarse del hueco que
había entre el hombro y el cuello de Ángel, perfecto para su cabeza, y la hizo
mirarle- Am, quiero que seas toda para mí, me gustas demasiado.
Vuelco al corazón de Amélie, que quería gritar al viento que
sería toda para él; pero la parte pensante de su cerebro aún la instaba a decir
que no, que ella necesitaba otros hombres para poder vivir, que necesitaba
ganar su dinero.
-Yo te daré todo lo que necesites, sólo quiero que seas toda
para mí, que estés ahí siempre que quiera yo.
Era más de lo que Amélie había soñado las dos últimas
semanas. Con una breve sonrisa, volvió a apartar, sin contestar, la mirada de
él, recostándose de nuevo en su hombro. Ángel se dispuso a arrancar de nuevo el
coche, Amélie puso su mano en el muslo del hombre, que se detuvo y la besó de
esa manera que hace que se eleven todos los pelos de tu cuerpo, con su saliva
impregnada de una ponzoñosa necesidad de ella, que contagió a Amélie. Entre más
besos en cada semáforo en rojo, Ángel conducía en una dirección diferente a la
que tomaba siempre, no iban a su casa. Al llegar, la chica vio que se trataba
de un piso pequeño, pero elegante, como todo en Ángel. Abrieron la puerta de un
estudio lleno de archivadores, con un escritorio cubierto de papeles, que
probablemente fuera el despacho de él. Caricia a caricia se sumergieron en otro
de esos besos, que ayudado por la mano de Ángel descendiendo ya por el final de
la espalda de Amélie, desembocó en un incremento de las pulsaciones de ambos,
quienes terminaron apartando los papeles de encima del escritorio y haciéndolo
ahí mismo. Tras las últimas convulsiones de Amélie, Ángel la cogió en brazos y
la llevó a la cama, donde, de forma más sutil se volvió a repetir la escena
hasta que ambos, exhaustos, quedaron dormidos, como siempre desnudos bajo las
sábanas.
Cuando Amélie despertó, aún agarrando fuerte con la mano el
borde del colchón hacia el que miraba, no había nadie más en la cama. Sin
embargo, en el lugar donde horas antes había habido un cuerpo una mítica rosa
roja parecía dormida, custodiando un pequeño sobre con la inicial de la chica.
“Am, lo siento pero he tenido que irme a trabajar. Como te
dije ayer, yo te daré todo lo que necesites si te quedas conmigo. Aquí tienes
algo de dinero para comer o lo que quieras, y las llaves de este estudio.
Acéptalas, quiero tenerte cerca.
Te quiero, A.”
En efecto, allí estaban tanto las llaves como un par de billetes amarillos, obviamente más de lo que ella necesitaba para comer. Con una sonrisa inmensamente inocente en su rostro y la sensación de estar soñando o atrapada en Pretty Woman, se pellizcó el brazo sin la más mínima intención de volver a la realidad.
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