lunes, 24 de octubre de 2011

XIII. Can't help looking back, highways flew by run, run, run away. No sense of time.


A la misma hora, en el mismo lugar.
Se había sentado en un banco cualquiera de un parque cualquiera, forrado de árboles y hojas secas y crujientes haciendo de moqueta. ¿Por qué ahí, de los miles de parques pequeños y poco frecuentados que puede haber en Madrid? Simple casualidad, cosas que suceden por encontrarse imprevisiblemente en el lugar exacto en el momento exacto. 

Tenía las piernas cruzadas entre ellas, como los indios, mientras liaba un porro: se colocaba la mezcla olorosa del tabaco y el cannabis a lo largo de la mano izquierda, a proporciones iguales, ponía el papel de fumar encima, daba la vuelta a la mano pasando todo a la mano derecha, colocaba el filtro- una “m” fabricada con trozos de cartón extraídos del interior de un paquete de tabaco Camel ya totalmente destrozado e inservible, pese a que aún quedaban más de la mitad de los cigarrillos. Quince o veinte chasquidos de un mechero que llevaba ya meses semimuerto -y ese día no parecía con intención de resucitar- después, Rebeca se daba por vencida con el instrumento, pese a la necesidad de la droga que su cuerpo consumido en nervios le exigía.

Miró a su alrededor. No se había dado cuenta de que ya estaba allí cuando llegó, pero había una chica en otro banco, varios metros a su derecha. De todas formas, no parecía haber llegado mucho antes que ella, estaba sentada muy correctamente aún, si hubiera llevado mucho tiempo se habría puesto más cómoda; y Rebeca intuyó que esperaba a alguien, puesto que miraba expectante en dirección a la entrada del parque. Entonces se fijó en el cigarro a punto de expirar, consumido. Volvió a acordarse del porro sin encender en su mano, y de las ganas que tenía de aspirar el humo. Definitivamente, la chica la estaba mirando, descaradamente. Rebeca estaba acostumbrada a eso, a que la miraran. Sabía lo que despertaba tanto en todos los hombres como en algunas mujeres, incluso; pero en ese momento era una mirada muy diferente, no de rechazo, pero si de extrañeza. Sí, la verdad es que Rebeca desentonaba con Madrid de día. 

El porro expectante en su mano la obligó a acercarse a la chica, en busca de un mechero que funcionase. Se lo pidió; la chica, que había agachado la cabeza probablemente avergonzada pensando en si Rebeca se había dado cuenta o no de que la estaba mirando, aceptó, agachándose aún más buscándolo en una mochila marrón de piel. Empezó a sacar cosas de ella, ante la imposibilidad de encontrar el pequeño objeto en una mochila grande llena de cosas pequeñas, hasta que lo encontró y se lo tendió a Rebeca.

-Gracias, el mío no funciona casi nunca y siempre se me olvida conseguir otro- dijo Rebeca, intentando sonreír amablemente a la chica, y no conseguir más que una mueca que intentaba ocultar todos los sentimientos negativos que llevaba dentro, fruto de la carta que acababa de recibir y aún no había leído, sabiendo de antemano lo que decía. Sinceramente, no sabía porqué lo había intentado, lo de dar explicaciones y sonreír, lo de intentar ser más amable, con un “gracias” habría bastado. Sin embargo, sonrió otra vez antes de volver al banco de antes. 

Volvió a sentarse como antes, sobre sus piernas, con el porro por fin encendido y un mechero ajeno en la mano por si se le apagaba. Aspiró con ansia la primera calada al porro, ávida de que eso la evadiese de la angustia de su interior. Segunda calada, igual que la primera, casi antes de soltar el humo de la anterior. Tercera calada, un poco más lenta, quizá si le daba un poco de tiempo al humo para que hiciera sus efectos conseguiría la sensación esperada. Cuarta calada, no habían pasado ni dos minutos desde la primera, como consecuencia ya empezaba a notar un suave, casi imperceptible aturdimiento. Quinta, sexta, alguna que otra más hasta que el porro se consumió. Sí, tenía ese mareo característico, pero no había sido suficiente para que olvidase lo demás. Seguía dándole vueltas a todo, a cómo habían conseguido dar con ella después de algo más de un año, de qué debía hacer ahora, de a dónde iría. Debía huir otra vez y empezar de cero, y eso costaría mucho. No sentía ningún lazo especial por nadie, ni ningún afecto en particular por la ciudad de Madrid, pero no sería fácil volver a montarse una falsa vida enraizada en la ilegalidad cuando aún tenía diecisiete años. Y sobre todo, la gran interrogación, estribillo de todas las demás era ese retórico por qué. Sentía que nunca conseguiría huir del pasado, de lo que quería borrar, que cuando ya casi lo había conseguido –o al menos se engañaba a sí misma pensándolo-, todo volvía a deshacerse, y debía empezar de nuevo. 

Pensándolo bien, no podía abandonar la ciudad, la conocía bien, tenía sus contactos, su red a escala microscópica de narcotráfico, sus compradores y vendedores de confianza. Sabía por dónde moverse, cómo conseguir todo lo que quería. Sin embargo, tampoco podía quedarse allí, no por lo menos en el barrio que llevaba habitando esos últimos trece o catorce meses. No, no dejaría Madrid, pero aún tenía que encontrar otro piso pequeño con otro casero partidario de tratos sin contratos. Y también algún sitio en el que dormir esa noche, pues aún no había dormido desde el día anterior y la presión de toda esa situación la había agotado. La estancia en el parque empezaba a agobiarla, y decidió que era hora de irse.

Apenas consciente ya de que aún tenía el mechero de la chica, que se encontraba en actitud cariñosa con un chico que parecía de la edad de Rebeca- diecisiete o dieciocho años-. No era buena idea interrumpir ese momento, pero a Rebeca le daba absolutamente igual, quería irse de allí cuanto antes. Asique se acercó, devolviéndole el mechero a la chica rubia del banco. 

Entonces, como solía pasarle, notó unos ojos clavados en su piel, y no puedo evitar el girarse a descubrir quién la miraba tan fijamente que hasta podía notarlo. Y en ese momento, notó la sensación de haber visto antes concretamente los ojos enormes, azules y desconcertados a la vez de impenetrables de ese chico de pelo oscuro y contrastante piel blanca;  como si le hubieran disparado, notó en su piel el ardor de una nueva oleada completamente difusa de recuerdos con olor a pasado.

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