Dicen que la genética es la ciencia que se ocupa de estudiar la
herencia de unos caracteres de generación en generación. Y la evolución tenía
en cuenta que para que una especie se desarrollase, debía haber variabilidad,
es decir, que no todos los individuos fueran iguales para que así, el que mejor
se adaptase sobreviviera, dotando a sus hijos de unos genes mejores. Él era completamente una variación atípica. Por
lo menos a él le gustaba pensarlo de ese modo. De pequeño ya lo era. Con sus
grandes ojos azules siembre tan abiertos, que hasta daba miedo mirarlo por si
te perdías en ellos. Y todo lo demás; físicamente no había nada extraño ni
asombroso- a excepción de sus ojos-, pero había otra cosa. Era su actitud,
siempre contemplativa y silenciosa; pocas veces solía hablar, pero siempre
estaba observándolo todo. De ahí que sus padres llegaron a pensar seriamente
que padecía autismo, aunque los médicos lo negaban continuamente. Era también
el misterio de él mismo, de lo que ocultaba esa cara inexpresiva, esa única
media sonrisa ambigua y esos profundos y reservados ojos. Y era ese misterio el
que atraía a buscar en él, a descubrir sus secretos, y era ese misterio el que
repelía el acercarse a él, y fue la incapacidad de sus padres de conseguir
saber algo de él la que acabó por darlos por vencidos, por enfriar su relación,
por dejarlo volar solo y a su ritmo y no intentar seguirlo; limitándose a
intentar darle un cariño bastante poco logrado, tanto por la incapacidad de sus
padres como por la impenetrabilidad del chico. Y lo mismo le pasaba con todo el
mundo, con la única diferencia de que los demás no tenían la obligación de
darle ningún cariño, lo cual explica una infancia solitaria.
Pero no era sólo eso, había más. No sólo su actitud era la
causa que el mundo y él mismo lo considerasen diferente. Marc era superdotado. Cuando sus padres lo llevaron a hacerle pruebas para que los médicos
diagnosticaran un esperado autismo, lo que encontraron fue a un niño con un
cerebro híper desarrollado para su edad, de hecho, tenía desarrolladas las
partes que usualmente los hombres tienen más desarrolladas, pero también las
homólogas de los cerebros femeninos. Tenía lo mejor de cada sexo. Y, sobre
todo, tenía una capacidad espectacular para ver más allá de las cosas, no solo buscando una explicación a todo, sino ver más allá, ver cosas que nadie veía.
No veía fantasmas, pero parecía capaz de percibir otras cosas, la energía de
las cosas. Eso sí era lo que lo hacía diferente.
Por eso, su primer regalo de cumpleaños cuando sus padres
dejaron de comprarle juguetes como cualquier padre a sus hijos pequeños- visto
que Marc no les prestaba la mínima atención- fue una cámara de fotos, demasiado
cara para un niño de ocho años, pero no para Marc. Él no era un niño de ocho
años, era demasiado especial para incluirlo en un grupo tan objetivo. Él era
total subjetividad protegida por una cáscara corpórea, al igual que sus
fotografías. Fotografiaba absolutamente todo lo que le despertara algo, y eso
era casi todo. Casi todos los objetos; sin embargo, tardó mucho tiempo en
fotografiar a una persona. Así eran sus fotos, nadie podía ver más que un dado
en una mesa de escritorio metálica, pero él veía más, con ocho años veía algo
subjetivo que nadie entendía. Unos años más tarde lo definiría como “la
síntesis de los conceptos antagónicos libertad y suerte, la duda de la
existencia del destino o de la libertad total”-como él explicaba,
increíblemente para un niño de su edad. No era como un señor mayor en un cuerpo
de niño, era como un cuerpo de niño que encerraba tanta fantasía, tanta
abstracción, tanta imaginación, magia e inteligencia dentro, en conjunto, tanta
subjetividad, que daba la impresión de que si un día se hiciera una herida,
toda ella saldría por ahí, expandiéndose, como si de vapor de agua se tratara.
Y un día en su infancia, de repente, pasó algo que cambió
todo y nada a la vez. Un mes después de empezar las clases, probablemente sería
tercero o cuarto de primaria, la profesora, la señorita Loli, llegó un poco tarde a esa clase a primera hora, con
una niñita castaña, de ojos negros rasgados y mirada dulce, con la piel blanca
y las mejillas rosadas dada de la mano.
-Niños, esta niña va a ser vuestra nueva compañera. Se llama
Rebeca, y es muy simpática, venga, saludadla todos: ¡Hola, Rebeca!
-¡Hola Rebeca!-Respondía toda la clase.
Toda la clase, a excepción de Marc, cuyos enormes ojos se
habían quedado congelados en aquella niña. Y así, sin quitarle la mirada de
encima a una niña que seguramente no había reparado la más mínima atención aún
en otro niño sentado en tercera fila que la miraba sin parpadear con unos
inmensos iris azules, aguantó la hora entera de clase. Y las dos siguientes,
hasta el esperado pitido del timbre, epígrafe del recreo. Y con la cámara de
fotos en la mano, como todos los recreos que pasaba fotografiando piedras,
miles de piedras todas distintas pero iguales, siguió por detrás a la niña
hasta que consiguió tenerla de frente para hacerle una foto, dibujándose en su
cámara de fotos por primera vez un rostro humano.
Un siete de octubre fue aquél día. Se apuntó la fecha en la
mano, ¡como si lo fuera a olvidar! No solía olvidar nada, tampoco, sobre todo
si era un detalle para él importante. Y más tarde, cuando su obsesión por esa
niña se plastificaba en una colección de cientos de fotos en cuestión de
semanas, comenzó a pintar por todas partes esa fecha: siete de octubre,
setecientos diez. Sin embargo, ella consciente del interés del niño por ella,
un secreto a voces, no hacía más que dedicarle tímidas y dulces sonrisas para
sus fotos, mientras paseaba de la mano con otros niños a los que llamaba
novios.
Y así, tal como llegó, de repente otro día no fue a clase;
ni al siguiente, ni al siguiente, hasta que la señorita Loli dijo a la clase que Rebeca y sus papis se habían
mudado a otra casita.
“Al menos podía haberse despedido, y haberme dejado hacerle
una foto de despedida” fue lo primero que pensó Marc, mientras todo su cuerpo se
estremecía en un vacío interior que solo consiguió llenar con cantidades
industriales de unas chucherías, unos
chupachuses que cambiaban de color y de sabor. Algunos años después, se le
ocurrió liar todos sus recuerdos con tabaco y algo más, y fumárselos.
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