Dos sueños frágiles habitaban a la vez la misma habitación.
A la izquierda, Claudia se revolvía incómoda entre pesadillas e inquietudes subconscientes,
como ya le había pasado tantas otras veces. Salían de debajo de su cama
millones de monstruos que la aterraban. Grandes y terribles, contra ella,
pequeña, como Alicia en el País de las Maravillas. Obsesiones, soledad, miedos,
inseguridades, emociones se apoderaban de ella, de su mundo desequilibrado en
contra de su obsesión por el equilibrio, y todos ellos con la firma de Marc.
A la derecha, se abrían de nuevo los ojos de Rebeca, tras
unas breves horas de sueño, quizá dos o tres. Se incorporó, sentándose sobre la
cama, abrió la cortina. Aún estaba oscuro, no parecía que fuera a amanecer
hasta dentro de un rato largo. La diferencia de temperatura con el exterior
había empañado el cristal, que ahora Rebeca violaba con sus dedos escribiendo frases
de sus canciones favoritas. Al cabo de media hora, no quedaba vaho en un
cristal que revelaba en la oscuridad las siluetas vacías de la ciudad de
Madrid, enmarcadas en luces de colores que presagiaban la navidad que llegaría
más de un mes más tarde. Nadie a esas horas en sus calles, solo un silencio
cómplice de posibles delitos y pasiones en las zonas más discretas. De repente,
irrumpiendo en esa afonía que lo cubría todo, el zumbido de una llamada
inesperada, y, aparentemente desesperada a su teléfono móvil. Era un número
desconocido, pero la mayoría lo eran.
-Tres gramos de coca, en el callejón de la juguetería en dos
horas.
Claro y directo, como siempre. No reconocía la voz como uno
de los habituales, parecía alguien bastante joven, pero eso no concordaba con
la cantidad que pedía para ser un miércoles. Por otra parte, debía de ser
alguien cercano a sus clientes habituales, ya que nadie más conocía ese
callejón estrecho que daba a la puerta de una juguetería que actuaba de
tapadera de un centro de operaciones. Incalculable la cantidad y variedad de
drogas ocultas dentro de las cabezas de plástico de bebés de juguete o como relleno
de peluches gigantes que guardaban en el almacén de la juguetería.
***
Esa misma noche, en otra parte de la ciudad, otro sueño
frágil sacaba el último papel de liar del cartón OCB para hacerse un porro.
Algo había resurgido en él tras la jornada anterior, algo que llevaba tiempo
sin salir a la luz pero seguía latiendo en él. Tampoco Marc podía dejar de
darle vueltas a cómo se sentía, a cómo había actuado siempre. Escondido entre
la multitud, intentando que Rebeca viera en sus ojos más que una sombra, lo que
en realidad era. Ella había sido una niña hasta que su rostro se perdió en la
oscuridad, y él la siguió. Su esencia fue destinada a vagar, sin cuerpo, como
la sombra de un príncipe enamorado. Intentaba pensar que no estaba solo en esa
noche que era la soledad, que ella también había bajado a ese inframundo, pero
cada vez que lo hacía se daba cuenta de lo equivocado que estaba. Y empezaba a
creer que cuando pudiese abrir los ojos de verdad se encontraría en un mundo en el que todo sería miseria, pero ahora, pensando que ella
estaba más cerca de lo que podía imaginar, se sentía pleno. Un mundo como el
que su princesa intentaba abandonar noche tras noche. Quería estar cerca de la
chica que quería, pero ella no le había prestado más atención en tantos años
que una mirada coqueta e inocente para sus fotos y… algo que sólo quedó en un buen polvo a compartir con
otros dos tíos y unas cuantas pastillas. Marc no se conformaba con eso, quería
más.
La otra mañana en el parque había perdido el control de sí
mismo, todo le había pillado demasiado desprevenido, indefenso. Se había
bloqueado, lo había estropeado todo. Volvía a ser la sombra que nunca había
dejado de ser, una sombra a la que le dolía ser ignorada, pero una sombra al
fin y al cabo.
Sombra seguía los pasos de R muchas veces, sólo
acompañado por el sabor agridulce de su invisibilidad. “Quizá eso tenga sus
ventajas”, pensaba. Al menos podía verla siempre y asegurarse de que no
olvidaría nunca su cara. “Pero, ¿qué cojones? Ya habíamos acabado con las
inseguridades, Marc. Tengo que volver a verla”, fue lo último que pensó para
sí, antes de dar la última calada y buscar a tientas el teléfono móvil.
***
En dos horas ya sería de día y hacía poco que había llegado
a la conclusión de que no era muy buena idea andar entre el gentío de Madrid
así como iba vestida. Abrió, intentando no despertar a Claudia, el armario de ésta y sacó unos vaqueros y una cazadora marrón que creía que le podían venir
bien de talla. Cogió todas sus cosas y dejó una nota escrita para Claudia. Aún
no sabía si iba a volver, pero sí sabía que se volverían a ver. Además, seguía
sin tener otro sitio a dónde ir. Salió de la habitación en busca de la puerta
principal. Había desarrollado algo en su instinto capaz de orientarla hacia la
salida, después de tantos meses huyendo a escondidas de casas desconocidas
mientras la luz del día comenzaba a filtrarse bajo las rendijas de las puertas.
Ahora la situación era bastante diferente, pero la finalidad era la misma,
huir. Una gran puerta blanca, como casi todo en esa casa, se alzaba de repente
sobre ella. Sí, esa era la puerta que buscaba. Y, mejor aún, aquel metal
brillante sobre una mesita al lado de la puerta seguramente era la llave. La
cogió, quizá no le viniera mal.
Unos pocos minutos de ascensor más tarde, arrancaba de nuevo
la moto, esta vez sin prisas, llevaba tiempo de sobra. Sin embargo, ya
amanecía, y poco a poco el número de coches surcando las calles se iba
incrementando. Rebeca navegaba las calles como un águila que planea suavemente
en el aire, conociendo cada centímetro del asfalto de la ciudad. Se deslizaba,
parecía no pesar… Se había introducido en una calle principal, la cantidad
enorme de coches comenzaba a formar pequeños atascos ante los semáforos en
rojo. Se repetía la situación del día anterior, sin tantos fantasmas esta vez.
Esta vez, inevitablemente, como siempre, no podía dejar de mirar los
escaparates de las tiendas llenos de vestidos fantásticos en cada parada. Y
ella reflejada en ellos, sobre su Harley.
El semáforo volvía a ser verde, y sin perder un segundo los coches volvían a
recuperar el pulso, Rebeca volvía a acerlerar, colándose descarada y a veces
peligrosamente entre los coches, que de vez en cuando le pitaban enfadados.
Entonces a ella se le escapaba una de sus medias sonrisas impregnadas de
desafío y superioridad, y pisaba el acelerador aún más. Rebeca era un mito
sobre su Harley Davidson. A penas unos cuatrocientos metros después, sorteando
vehículos a la velocidad de la luz, otro semáforo la detenía sarcásticamente al son de su rojo brillante. Frenaba, quizá demasiado cerca del coche de delante. Un
par de minutos. Ámbar, preparada. Parpadeos, lista. Verde, ¡ya!
Se divertía intentando llegar la primera a la próxima
parada. Volvía a escabullirse entre las otras máquinas y reaparecía de nuevo un
par de coches más delante. La sombra del siguiente semáforo sobre el asfalto
era su línea de meta, y ahora sí había conseguido llegar la primera.
Satisfacción en su mirada. A su lado, el otro competidor que había alcanzado la
meta a la vez que Rebeca era un arrogante deportivo rojo, caro. Una cortina de
pelo oscuro que la brisa balanceaba tapaba la cara del copiloto del deportivo.
Y, como a cámara lenta, en ese momento
la caprichosa brisa fresca del amanecer neonato que se acababa de instalar
sobre un miércoles dieciséis de noviembre descubrió una de las caras conocidas
–pocas- que más aterraban a Rebeca. Una adolescente de quince años de rasgados
ojos negros y pelo castaño, apoyada en la ventanilla de lunas tintadas del
coche rojo, mostrando una sonrisa enorme que deslumbraba al propio amanecer.
Entonces, saludando con la mano movió los labios en un insonoro “¡Hola,
hermanita!” que a Rebeca hirió en lo más profundo. Como si acabara de ver a la
peor de sus pesadillas delante de ella, con la adrenalina a niveles imposibles,
olvidando por completo la cocaína bajo el asiento, el callejón de la juguetería
y el semáforo que aún seguía en rojo, volvió a pisar el acelerador, que elevó
las revoluciones de la moto, y se precipitó a un asfalto infectado de coches
avanzando hacia sus costados. No es buena idea correr en un campo de minas.
Consiguió esquivar más coches de los que nadie habría sido capaz,
pero temblaba sobre una moto que por primera vez se resistía a ser controlada,
y entonces, un fuerte impacto la derribó, ni siquiera sabía desde qué lado
había llegado. Se paró definitivamente el tiempo. Unos metros detrás, un grito
rasgaba el cielo, y en la mitad del asfalto, en Madrid, sangre era la sábana
sobre la que quedaba tendido el cuerpo de Rebeca. Esta vez los fantasmas habían
vencido a David, Goliat ganaba.
***
Era pequeña, y su madre la cogía en brazos.
-Ven, Claudia, cariño, mamá te va a llevar a darte un baño.
La bañera ya estaba llena de agua a la temperatura perfecta,
y la niña desnuda se sumergía dentro. Era el baño de su casa, el de siempre.
Entonces su madre se giraba para coger el champú, y cuando se daba la vuelta…
Ya no era su madre, sino una especie de fantasma con la cara totalmente
deformada, una mezcla de los rasgos de Rebeca con los mismos enormes ojos
azules de Marc. Y ese monstruo la agarraba fuerte del cuello y le sumergía la
cabeza en el agua de la bañera, y aunque Claudia hacía lo imposible por
resistirse, por soltarse de las garras del monstruo, poco a poco se
quedaba sin fuerzas, se ahogaba, perdía el conocimiento…
Y abrió los ojos, despierta de golpe de la pesadilla,
boqueando como un pez ahogándose fuera del agua.
“¡Rebeca!” pensó
automáticamente. Pero no, ella ya no estaba allí.
Mientras tanto, en el callejón de la juguetería, refugiado
de la dañina luz del sol, nadie podía oír el chasquido del papel de un
chupachús al abrirse, nadie podía ver la preocupación escrita en mayúsculas en
unos enormes ojos azules porque su chica se retrasaba ya media hora.
1 comentario:
Qué tristes (y a la vez qué fuertes) son los personajes de esta historia... ¿es parte de una novela? Si es así, me encantaría leerla algún día, Nath.
Te felicito :)
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