sábado, 17 de diciembre de 2011

XXI. Infinita ingenuidad, ilusión centesimal.


Esos días alejada del mundo real, viviendo su pequeño cuento de hadas sólo con él le habían sentado bastante bien. Ya llevaban cuatro, era domingo, veinte de noviembre. Al principio habían planeado estar sólo tres, pero decidieron aprovechar del todo el fin de semana, y salir de regreso esa tarde hacia Madrid. Amélie y Ángel comían en un exclusivo restaurante desde el que un acantilado ofrecía una abrupta vista al mar. Jerséis y vaqueros para los dos, un bolso de Versace en el regazo de ella, y él con un vaso del mejor vino en la mano derecha. Una cristalera haciendo de paredes y techo del restaurante les resguardaba del lluvioso noviembre cantábrico. Habían acabado perdiéndose en el norte, haciendo cada noche en un hotel cinco estrellas distinto de toda la costa cantábrica. Esa tarde, sin embargo, pensaban pasarla en un hotel asturiano en el que habían reservado una suite esa mañana.

Tras acabar el exquisito postre y darse cuenta de que la inclemente lluvia no les iba a permitir salir al exterior, se encaminaron hacia el hotel. Habían alquilado un coche pequeño pero elegante, ya que pese a que la intención era perderse sin destino, al final tuvieron que elegir uno en el aeropuerto y dejar el coche de Ángel en Madrid. No era tan amplio como el Audi, pero eso no había sido ningún impedimento para que tardaran menos de veinticuatro horas en profanarlo. Ahora Ángel aparcaba a las puertas del lujoso hotel. A continuación ascensores, caricias, pasillos, besos, burbujas de champán perdidas en copas que brindaban bajo el susurro de un “por nosotros” lleno de adjetivos. Después, algo de ese sexo cotidiano pero nunca monótono, y ambos quedaron dormidos ante la tarde gris que lucía triste la ventana.

Pisadas, movimiento y un inoportuno objeto que se caía al suelo despertaron a Amélie. Había abierto los ojos, pero no se había movido. Sólo veía y escuchaba a Ángel vistiéndose y peinándose, rociándose de perfume y cogiendo la cartera y una de las tarjetas que abrían la puerta de la habitación, dispuesto a marcharse. Y así lo hizo, y Amélie, confundida, permaneció callada, volvió a cerrar los ojos y a intentar dormirse otra vez.

Media hora más tarde se volvía a despertar. Estaba un poco preocupada. Es verdad que no llevaban juntos tanto tiempo como para no tener secretos el uno con el otro, de hecho, nunca habían hablado de sus respectivas vidas antes de conocerse –y Amélie así lo prefería-. Sin embargo, podría haberle dado una mínima explicación. Estaba muy confundida, no entendía nada ¿Por qué había esperado a que ella se durmiera y se había ido a escondidas?. En la amplia y lujosa habitación del hotel, el aire cargado de rancias preocupaciones y desconfianzas se comenzaba a viciar. Mejor sería que saliera de allí a tomar el aire, total, estaba de vacaciones, y Ángel no le había dicho que le esperase allí –de hecho, no le había dicho absolutamente nada-.

Volvió a ponerse los vaqueros de esa mañana. Azules, elásticos y ajustados, pitillo, y los zapatos que le había regalado Ángel el día que se fueron. Sustituyó el jersey beige por una camiseta de color turquesa apagado algo ancha que se deslizaba como río abajo por su hombro izquierdo. Pero no demasiado. Recuperó el bolso Versace, dispuesta a dar una vuelta por el hotel. No era un hotel de esos tan grandes que no podrías recorrerlo en tres vidas; era uno de esos exclusivos, de apenas quince o veinte habitaciones, pero contaba con pistas de golf y tenis, un discreto pero buen balneario, y un pub decorado al estilo de los años cuarenta americanos. Para el reducido número de habitaciones del hotel que hacía suponer un máximo de cincuenta o sesenta personas, el bar era bastante popular, sin perder su exclusividad. Habría unas cuatro o cinco mesas llenas en su mayoría de hombres, de todas las edades. Desde un par de grupos de amigos de unos veinte o veinticinco años –de la edad de Amélie, aproximadamente- hasta parejas que rondaban los sesenta. Otra mesa que reunía a tres mujeres sobre los cuarenta y tantos, probablemente madres de algunos de los veinteañeros, daba el toque final al grupo elitista que se concentraba en el local.

No sabía si acercarse a la barra o sentarse en una de las pocas mesas que aún quedaban libres, pero al final se decantó por la barra. Le atendió un camarero vestido de blanco, un chico de color que no llegaría a los veinticinco. Pidió un whisky con naranja, como el día que Ángel apareció de repente en aquel garito de mala muerte en la esquina donde Amélie se dejaba comprar tan barata. Se acordó de que nunca le había llegado a preguntar a Ángel qué hacía allí. La verdad es que la relación entre ambos era algo rara. En el fondo, Amélie seguía prostituyéndose, le ofrecía su compañía y su sexo a cambio de que Ángel la mantuviera por completo. Pero, aunque no hubiera demasiadas palabras, había algo más, un sentimiento…

-Tú no tienes edad para beber- El camarero la sacó de las nubes, con una sonrisa blanca resplandeciendo entre su rostro oscuro.
-Si yo no la tengo para beber, tú tampoco para servir alcohol- contestó Amélie con ese acento francés tan provocativo. Sacó del bolso su DNI, y se lo tendió al camarero.
-¡Vaya! ¡Eres mayor de lo que pensaba! Por cierto, bonito nombre, Amélie, ¿Eres francesa?
-Gracias. Sí, nací allí, aunque llevo ya muchos años en Madrid. ¿Cuántos años me echabas?
-No lo sé, quizá unos diecisiete bien desarrollados, como mínimo. Tienes cara de niña. –Le guiñó un ojo. Curiosamente los tenía verdes. –Yo tengo veinte, me llamo Sergio. –Tendió su mano en busca de la de Amélie y le dio un beso en ella.

La chica sonrió y él se alejó al otro extremo a atender a otros clientes. Era muy guapo. Le dio el primer trago al whisky. Estaba muy bueno, o quizá sólo era por los recuerdos que traía consigo ese sabor. No eran muchos, pero eran importantes. Agridulces, pero inolvidables. La primera vez que bebió…

Se llamaba Eva, como la primera mujer. Para sus trece años, era una niña egocéntrica, manipuladora y cruel, pero la única que se había acercado a Amélie tres años antes, cuando la pequeña aparecía entre las verjas de un colegio de la mano de unos padres postizos que ni siquiera hablaban su idioma. Amélie no entendía nada, no sabía dónde estaba, acababa de llegar a España y no entendía ni una palabra del idioma. La habían dejado al lado de la puerta, y mientras los otros niños jugaban alegres, ella esperaba ahí quieta a que pasara algo, un poco nerviosa, pero sin llorar. Tenía diez años y ya hacía tiempo que no lloraba. 

Entonces, otra niña con un precioso pelo oscuro que caía en cascada hacia la mitad de su espalda, se acercó, llamó su atención tocándole en el hombro y le sonrió, luciendo una pequeña dentadura mellada de dientes de leche. Tres años después, Amélie había pedido permiso a sus padres para ir a la fiesta de cumpleaños de Eva. Ya no eran tan niñas, tenían de nuevo todos los dientes, y Eva le bajaba los pantalones a un chico de quince en el baño de su propia casa, llena de gente, mientras Amélie esperaba en la puerta vigilando por si se acercaba al cuarto de baño la madre de Eva. Cuando acabaron, Eva salió del baño retocándose un maquillaje que sobraba a su edad, y, cuando dos minutos más tarde aquel chico salía del baño mientras Amélie lo esperaba en la puerta, la madre de Eva entró en el baño, descubriendo el envoltorio de un condón olvidado en el suelo.

-No me esperaba esto de ti, Amélie, yo que soy tu única amiga. Y tú… ¡te follas a un tío en mi casa, en mi cumpleaños!- Eva, la niña perfecta de papá y mamá nunca levantaría sospecha, pero Amélie… siempre las culpas de Eva caían sobre ella, y siempre las aguantaba. Esa noche, aunque había sido una de las peores, la reacción de Amélie no cambió. En silencio e incapaz de mirar más arriba del suelo, se fue de allí.

Iba andando por calles que ni siquiera conocía, sola, con trece años y un vestido de fiesta tan ensuciado como su orgullo. Entonces, un coche frenó a su lado. Era un hombre, no lo conocía. Bueno, en realidad no debía tener ni treinta años, y tenía cara de simpático. No sabía cómo, pero acabó en un pequeño bar con él, sin decirse una sola palabra. No quería pensar en cómo había acabado allí, ni en por qué se había subido al coche de un desconocido. No quería saber nada de su vida, sólo pidió un whisky con naranja para darle a ese chico la impresión de ser algo mayor y más segura de lo que en realidad era. El primer trago no le estuvo tan bueno como imaginó, pero lo soportó. Soportó la copa entera, entonces el chico pagó, la agarró de la cintura, la miró a los ojos, y mientras la besaba metía su mano bajo el sucio vestido de fiesta de Amélie. Sucio como sus intenciones. Y esa noche, Amélie dejó que le robaran su virginidad, con el sabor del whisky con naranja aún entre sus dientes, mezclándose con la saliva de ese desconocido que le quitaba lo poco que le habían dejado de inocencia. 

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