Esos días alejada del mundo real, viviendo su pequeño cuento
de hadas sólo con él le habían sentado bastante bien. Ya llevaban cuatro, era
domingo, veinte de noviembre. Al principio habían planeado estar sólo tres,
pero decidieron aprovechar del todo el fin de semana, y salir de regreso esa
tarde hacia Madrid. Amélie y Ángel comían en un exclusivo restaurante desde el
que un acantilado ofrecía una abrupta vista al mar. Jerséis y vaqueros para los
dos, un bolso de Versace en el regazo de ella, y él con un vaso del mejor vino
en la mano derecha. Una cristalera haciendo de paredes y techo del restaurante
les resguardaba del lluvioso noviembre cantábrico. Habían acabado perdiéndose
en el norte, haciendo cada noche en un hotel cinco estrellas distinto de toda
la costa cantábrica. Esa tarde, sin embargo, pensaban pasarla en un hotel
asturiano en el que habían reservado una suite esa mañana.
Tras acabar el exquisito postre y darse cuenta de que la
inclemente lluvia no les iba a permitir salir al exterior, se encaminaron hacia
el hotel. Habían alquilado un coche pequeño pero elegante, ya que pese a que la
intención era perderse sin destino, al final tuvieron que elegir uno en el
aeropuerto y dejar el coche de Ángel en Madrid. No era tan amplio como el Audi, pero eso no había sido ningún impedimento para que tardaran menos de
veinticuatro horas en profanarlo. Ahora Ángel aparcaba a las puertas del lujoso
hotel. A continuación ascensores, caricias, pasillos, besos, burbujas de
champán perdidas en copas que brindaban bajo el susurro de un “por nosotros”
lleno de adjetivos. Después, algo de ese sexo cotidiano pero nunca monótono, y
ambos quedaron dormidos ante la tarde gris que lucía triste la ventana.
Pisadas, movimiento y un inoportuno objeto que se caía al
suelo despertaron a Amélie. Había abierto los ojos, pero no se había movido. Sólo
veía y escuchaba a Ángel vistiéndose y peinándose, rociándose de perfume y
cogiendo la cartera y una de las tarjetas que abrían la puerta de la
habitación, dispuesto a marcharse. Y así lo hizo, y Amélie, confundida,
permaneció callada, volvió a cerrar los ojos y a intentar dormirse otra vez.
Media hora más tarde se volvía a despertar. Estaba un poco
preocupada. Es verdad que no llevaban juntos tanto tiempo como para no tener
secretos el uno con el otro, de hecho, nunca habían hablado de sus respectivas
vidas antes de conocerse –y Amélie así lo prefería-. Sin embargo, podría
haberle dado una mínima explicación. Estaba muy confundida, no entendía nada
¿Por qué había esperado a que ella se durmiera y se había ido a escondidas?. En
la amplia y lujosa habitación del hotel, el aire cargado de rancias
preocupaciones y desconfianzas se comenzaba a viciar. Mejor sería que saliera
de allí a tomar el aire, total, estaba de vacaciones, y Ángel no le había dicho
que le esperase allí –de hecho, no le había dicho absolutamente nada-.
Volvió a ponerse los vaqueros de esa mañana. Azules,
elásticos y ajustados, pitillo, y los zapatos que le había regalado Ángel el
día que se fueron. Sustituyó el jersey beige por una camiseta de color turquesa
apagado algo ancha que se deslizaba como río abajo por su hombro izquierdo.
Pero no demasiado. Recuperó el bolso Versace, dispuesta a dar una vuelta por el
hotel. No era un hotel de esos tan grandes que no podrías recorrerlo en tres
vidas; era uno de esos exclusivos, de apenas quince o veinte habitaciones, pero
contaba con pistas de golf y tenis, un discreto pero buen balneario, y un pub
decorado al estilo de los años cuarenta americanos. Para el reducido número de
habitaciones del hotel que hacía suponer un máximo de cincuenta o sesenta
personas, el bar era bastante popular, sin perder su exclusividad. Habría unas
cuatro o cinco mesas llenas en su mayoría de hombres, de todas las edades.
Desde un par de grupos de amigos de unos veinte o veinticinco años –de la edad
de Amélie, aproximadamente- hasta parejas que rondaban los sesenta. Otra mesa
que reunía a tres mujeres sobre los cuarenta y tantos, probablemente madres de
algunos de los veinteañeros, daba el toque final al grupo elitista que se
concentraba en el local.
No sabía si acercarse a la barra o sentarse en una de las
pocas mesas que aún quedaban libres, pero al final se decantó por la barra. Le
atendió un camarero vestido de blanco, un chico de color que no llegaría a los
veinticinco. Pidió un whisky con naranja, como el día que Ángel apareció de
repente en aquel garito de mala muerte en la esquina donde Amélie se dejaba
comprar tan barata. Se acordó de que nunca le había llegado a preguntar a Ángel
qué hacía allí. La verdad es que la relación entre ambos era algo rara. En el
fondo, Amélie seguía prostituyéndose, le ofrecía su compañía y su sexo a cambio
de que Ángel la mantuviera por completo. Pero, aunque no hubiera demasiadas
palabras, había algo más, un sentimiento…
-Tú no tienes edad para beber- El camarero la sacó de las
nubes, con una sonrisa blanca resplandeciendo entre su rostro oscuro.
-Si yo no la tengo para beber, tú tampoco para servir
alcohol- contestó Amélie con ese acento francés tan provocativo. Sacó del bolso
su DNI, y se lo tendió al camarero.
-¡Vaya! ¡Eres mayor de lo que pensaba! Por cierto, bonito
nombre, Amélie, ¿Eres francesa?
-Gracias. Sí, nací allí, aunque llevo ya muchos años en
Madrid. ¿Cuántos años me echabas?
-No lo sé, quizá unos diecisiete bien desarrollados, como
mínimo. Tienes cara de niña. –Le guiñó un ojo. Curiosamente los tenía verdes.
–Yo tengo veinte, me llamo Sergio. –Tendió su mano en busca de la de Amélie y
le dio un beso en ella.
La chica sonrió y él se alejó al otro extremo a atender a
otros clientes. Era muy guapo. Le dio el primer trago al whisky. Estaba muy
bueno, o quizá sólo era por los recuerdos que traía consigo ese sabor. No eran
muchos, pero eran importantes. Agridulces, pero inolvidables. La primera vez
que bebió…
Se llamaba Eva, como la primera mujer. Para sus trece años,
era una niña egocéntrica, manipuladora y cruel, pero la única que se había acercado
a Amélie tres años antes, cuando la pequeña aparecía entre las verjas de un
colegio de la mano de unos padres postizos que ni siquiera hablaban su idioma.
Amélie no entendía nada, no sabía dónde estaba, acababa de llegar a España y no
entendía ni una palabra del idioma. La habían dejado al lado de la puerta, y
mientras los otros niños jugaban alegres, ella esperaba ahí quieta a que pasara
algo, un poco nerviosa, pero sin llorar. Tenía diez años y ya hacía tiempo que
no lloraba.
Entonces, otra niña con un precioso pelo oscuro que caía en cascada
hacia la mitad de su espalda, se acercó, llamó su atención tocándole en el
hombro y le sonrió, luciendo una pequeña dentadura mellada de dientes de leche.
Tres años después, Amélie había pedido permiso a sus padres para ir a la fiesta
de cumpleaños de Eva. Ya no eran tan niñas, tenían de nuevo todos los dientes,
y Eva le bajaba los pantalones a un chico de quince en el baño de su propia
casa, llena de gente, mientras Amélie esperaba en la puerta vigilando por si se
acercaba al cuarto de baño la madre de Eva. Cuando acabaron, Eva salió del baño
retocándose un maquillaje que sobraba a su edad, y, cuando dos minutos más
tarde aquel chico salía del baño mientras Amélie lo esperaba en la puerta, la
madre de Eva entró en el baño, descubriendo el envoltorio de un condón olvidado
en el suelo.
-No me esperaba esto de ti, Amélie, yo que soy tu única
amiga. Y tú… ¡te follas a un tío en mi casa, en mi cumpleaños!- Eva, la niña
perfecta de papá y mamá nunca levantaría sospecha, pero Amélie… siempre las
culpas de Eva caían sobre ella, y siempre las aguantaba. Esa noche, aunque
había sido una de las peores, la reacción de Amélie no cambió. En silencio e
incapaz de mirar más arriba del suelo, se fue de allí.
Iba andando por calles que ni siquiera conocía, sola, con
trece años y un vestido de fiesta tan ensuciado como su orgullo. Entonces, un
coche frenó a su lado. Era un hombre, no lo conocía. Bueno, en realidad no
debía tener ni treinta años, y tenía cara de simpático. No sabía cómo, pero
acabó en un pequeño bar con él, sin decirse una sola palabra. No quería pensar
en cómo había acabado allí, ni en por qué se había subido al coche de un
desconocido. No quería saber nada de su vida, sólo pidió un whisky con naranja
para darle a ese chico la impresión de ser algo mayor y más segura de lo que en
realidad era. El primer trago no le estuvo tan bueno como imaginó, pero lo
soportó. Soportó la copa entera, entonces el chico pagó, la agarró de la
cintura, la miró a los ojos, y mientras la besaba metía su mano bajo el sucio
vestido de fiesta de Amélie. Sucio como sus intenciones. Y esa noche, Amélie
dejó que le robaran su virginidad, con el sabor del whisky con naranja aún
entre sus dientes, mezclándose con la saliva de ese desconocido que le quitaba
lo poco que le habían dejado de inocencia.
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