Lunes, veintiuno de noviembre. Doce menos cuarto de la
mañana. Segundo de bachillerato, el profesor volvía a explicar el tema de
meteorología, para el examen que llegaría dos días después. A Claudia siempre
le había gustado pasar el tiempo muerto intentando ordenar el cielo, mirando
las nubes y moviéndolas mentalmente como si de un puzle que tuviera que encajar
se tratara. Además, su profesor le gustaba mucho.
-Los factores termodinámicos son aquellos que determinan la
circulación general atmosférica, es decir, la sucesión de masas de aire de
características diferenciadas.-Tenía treinta años, un desgastado acento
asturiano y rotos en unos pantalones demasiado anchos para cualquier profesor.-Esta
circulación atmosférica da lugar a la sucesión de distintos tipos de tiempo y
clima.
Le costaba concentrarse en la clase. Sus pensamientos aun
divagaban, confusos entre los recuerdos de la noche anterior, de Marc y las
explicaciones del profesor. Quedaba muy lejos de la felicidad, pero Claudia
agradecía ese raro estado de paz interior. No se había derrumbado, obviamente
no había podido evitar pensar en ello, pero aun así tampoco le había dado
demasiadas vueltas (o al menos de ello trataba de autoconvencerse). Se quería
sorprender a sí misma. Entonces se empezaba a dar charlas mentalmente: “Sé que
lo único que apetece hacer en estos casos no lleva a ninguna parte, no hace
nada más que empeorar las cosas. Así que lo dejo pasar, no aguantándome, si no
dejando de darle más importancia de la que tiene”.
Pero era mentira, no podía
olvidar que le habían vuelto a vencer, que aunque hubiera estado a punto de
conseguir ser la mejor en algo, había aparecido una rival mucho más fuerte. Y
eso era meterle el dedo en su orgullo.
Desabrochó el botón superior de su camisa para respirar
mejor. Sacó un pequeño espejo redondo que guardaba en la mochila y comprobó que
el suave y medido maquillaje estuviera en orden, que sus labios tuvieran el
color perfecto y no le brillase la piel. Esto siempre la hacía sentirse un poco
más tranquila. “Es una pequeña herida que pronto cicatrizará, ya está, no hay
más”.
-…En España, la circulación en altura está dirigida por el
Jet Stream, o corriente en chorro, que es una corriente de viento que circula
de oeste a este, separando las bajas presiones del polo de las altas presiones
tropicales.
Las altas y las bajas presiones. El buen tiempo y el mal
tiempo. Los días con Marc y los días sin el. Las noches en las que notaba las
mariposas en el estómago, y las noches en que las mariposas se convertían en
monstruos. Incluso en meteorología había algo separándolo todo. Algo que
impedía que se mezclaran dos fenómenos contrarios pero similares. También en su
vida. Era Rebeca, en medio, el Jet Stream separando las bajas y las altas
presiones, separándola a ella de Marc. Esta vez había provocado la tormenta
perfecta. Naufragaba en sus noches sin dormir, se hundía en sus dudas y caía de
golpe de los acantilados de la ilusión.
No aguantó las dos horas siguientes. Quedaba una semana para
que empezaran los exámenes finales, pero no encontraba las fuerzas ni el lugar
para dejar escondidas sus preocupaciones hasta que acabaran. Días semi-raros,
pasaban rápido. Eran atardeceres bonitos, pero que llevaban a noches frías (y a
Claudia nunca le gustó el frío porque se le agrietaban los labios y no podía
controlar sus tiritones). Otoño. Caída de las hojas. Ropa de invierno en los
escaparates. Marrón, gris, negro. A veces se sentía como si tuviera cuarenta años
y no le hubiera pasado nada interesante en la vida, nada con lo que escribir
cinco páginas, ni siquiera nada digno de contar a un nieto. Los años le
parecían pasar como segundos, empezaba a darse cuenta de que tenía un trastorno
con el paso del tiempo. Otro más.
Ni siquiera pudo evitar el impulso de correr hacia el enorme
espejo de su habitación, para mirarse y comprobar que aun tenía casi diecisiete
años, y no cuarenta. Desabrochó uno a uno, invirtiendo el mismo tiempo para
cada botón de su camisa. Bajó la cremallera de la falda de cuadros escoceses
del uniforme, la que, por razones “inexplicables”, medía diez centímetros menos
de lo establecido según las normas del instituto. Debajo, un perfecto conjunto
de color rosa claro que resaltaba el contraste de su cintura y sus caderas y
embellecía sus pechos pequeños. La persiana cerrada dejaba colarse traviesos
rayos de luz, que se pegaban en forma de círculos a la piel de Claudia. Le
gustaba lo que le devolvía el espejo, pero aun no había recuperado del todo la
calma. Encendió una lámpara pequeña de pie, y por enésima vez empezó a bajar
todos los libros de la estantería, esta vez para ordenarlos por colores.
Entonces, aproximadamente media hora de intensa
concentración después, sentada en su cama sobre sus piernas y rodeada de libros,
mientras decidía qué violeta era más cálido que el otro, se escurrió hasta sus
rodillas un papel. Era más bien como una cartulina de colores llamativos,
parecía un flyer de una discoteca. Pero no era suyo, de eso estaba
completamente segura. Anunciaba una fiesta de Halloween en un club céntrico.
Pero cuando siguió examinándola encontró algo escrito. “Me tengo que ir a
arreglar un asunto. He cogido ropa de tu armario y unos cigarros.” Luego venía
escrito un número de teléfono.
Claudia estaba bastante sorprendida. No dudó en que la nota
anónima era de Rebeca. Aun no había acabado de ordenar los libros, pero estaba
algo más tranquila. Echó de menos una cazadora de cuero y unos vaqueros, pero
sólo en ese momento, antes ni siquiera lo había notado. Dejó el flyer apartado
sobre su escritorio, y continuó ordenando su estantería, una vez más. Luego se
tumbó sobre el suelo cubierto de alfombras, justo en el ángulo en el que esos
círculos de luz que se filtraban por la persiana morían, y con ellos como casi
su única vestimenta, se hizo un ovillo y se apagó.
Volvió a despertarse envuelta en sudor a las 5 de la tarde.
No había comido, y el rugido de sus tripas en sus pesadillas era un monstruo
terrible. Andaba descalza por el suelo pétreo, duro y frío de su casa, en
penumbra, solo alumbrada por esos círculos de luz que tanto le gustaban a
Claudia, redondos como la O de la palabra otoño. Esa casa era su reino, una
mansión en la que sólo vivía una niña de dieciséis años, haciendo a su antojo,
y sin embargo, siempre tan ordenada y sin una mota de polvo, porque Claudia ni
siquiera la compartía con él. Comía un poco de ensalada y caminaba sin rumbo
por los pasillos. Hasta que echó de menos algo más, a parte de su ropa y sus
cigarros. Echó de menos la llave que siempre brillaba a esa hora al lado de la
puerta principal, y de paso echó de menos su cartera. En su lugar, una carta
sobresalía bajo la rendija de la puerta, con el sello de un hospital. Y,
relampagueante, la única y veraz opción que cruzó su mente se llamaba Rebeca.
Alcanzó su móvil y marcó el número. Aguantó cinco pitidos
con el pulgar haciendo presión sobre la tecla roja, preparada para pulsarla en
cualquier momento. No sabía ni qué decirle a ella, ni siquiera si Rebeca se iba
a acordar de quien era. Pero tenía que hablar con ella. Había desaparecido
hacía ya bastantes días, con su cartera y una llave de su casa. Nadie contestó.
Volvió a intentarlo, una, dos, siete veces más. A la novena, alguien contestó.
-Lo siento, hoy no puedo pasar nada. Si quieres te mando a
alguien de confianza, dime qué quieres.
Su voz sonaba seca y entrecortada. No es que anteriormente
le hubiera resultado demasiado efusiva, pero esta vez no era la voz de quien
estaba tumbado en un sofá viendo la televisión, desde luego.
-¿Rebeca?
Silencio al otro lado. Respiración agitada.
-¿Quién eres?-Casi un susurro.
-Soy… soy Claudia, la chica que… Marc… bueno, no se, ¿sabes
quién soy?- Por un momento temió que la colgara, había sido tan incrédula de
llamar a alguien que probablemente le había robado dinero y documentación.
Aunque entonces, ¿por qué le había dejado su móvil apuntado?- Me dejaste tu
número apuntado en un flyer, en mi casa, la otra noche… Luego no estabas.
-Sí, se quien eres. Escucha, necesito un favor. Sé que no
hay motivos para que me lo hagas, que te he robado la cartera y tu ropa, pero
tengo un problema. Bueno, en realidad la cartera no la cogí adrede, estaba en
la cazadora. Pero si llega una carta a tu casa, cógela antes que tus padres.
-¿Qué? Espera, no te referirás a una carta de un hospital
que…
-¡Sí!-La interrumpió- Escucha, sé que no nos conocemos de
nada, pero necesito que hagas esto por mí. Esa noche, la que dormí en tu casa…
Tuve un accidente, desperté en el hospital. Tu cartera estaba en la cazadora
que te quité, y pensaron que esa era mi documentación. Aunque bueno, creo que
no se fijaron demasiado en la foto del DNI. Es igual, quiero decir, si ya
tienes la carta, escóndela. Que no la vean tus padres, por que pone que eres tú
la que está en el hospital. Sé que esto no puede durar mucho sin que alguien se
entere, por eso necesito que hagas lo posible por sacarme de aquí.
Claudia estaba muda. Sin embargo, sólo salió de su boca un “está
bien, haré lo que me digas”.
Esa no era una tarde semi-rara. Era una tarde rara de
cojones, más rara aún que todas las últimas tardes de su vida, incluso más que
la mañana en la que todo empezó a cambiar, en el parque con Marc, cuando
apareció Rebeca por primera vez.
A las 6 y media de la tarde parecía que la tormenta ficticia había
amainado un poco. Seguía lloviendo en su estómago, pero era una lluvia fina, ya
no daba tanto miedo. Pero seguía mojando, ninguna pieza había conseguido
encajar. No sabía qué hacer, hacia dónde caminar. Sabía que Rebeca era la
dirección absolutamente contraria, pero ya le había dicho que sí, y aunque no
sabía por qué daba la mano a su rival imaginario, no podía evitarlo. Estaba
claro que su naturaleza era equivocarse una vez tras otra, que no podía cambiarlo.
Llevaba, no solo todo el día, si no más bien, toda su vida igual. Se había
engañado a sí misma, seguía sin aprender. No era fuerte, ni inteligente, ni mínimamente
capaz de controlar sus sentimientos. Se sentía muy idiota, se auto traicionaba
continuamente. ¿Por qué no era capaz de mantener un “nunca más”? O al menos, un
“esta vez no”.
Contra el orden como regla de su vida, obviando su pánico al
olor a muerte de los hospitales, a las batas blancas, al metro de Madrid cuando
ya estaba oscuro, olvidando con esfuerzo lo mal que le sentaba que se le fueran
a partir los labios con el frío, no pensando, por una vez, en el resfriado que
podía pillar, o las mil enfermedades que se le iban a contagiar en ese
hospital, buscó unos cualquiera entre sus decenas de vaqueros y aquella
sudadera que se compró en Barcelona hacía varios meses, la blanca de I LOVE
BCN, y las deportivas que casi nunca usaba. Lo más cómodo (y por ello menos
utilizado) que tenía a mano, para una noche que ya empezaba a bajar sobre Madrid
y que amenazaba con ser larga.
Y aunque cada gota de sudor, lágrima o resto de saliva suyo,
incluso hasta la cera de sus oídos que limpiaba cada mañana estuviese
impregnada de ese agridulce olor, aunque lo despidiese por los cuatro costados,
Claudia se negaba (y lo haría siempre) a asumir ante ella y ante el mundo que
no era más que una pastosa mezcla grisácea de intentos fallidos, de
aspiraciones quizá demasiado superiores a lo que ella podía alcanzar; de
patologías, costumbres y obsesiones inventadas y adquiridas en aras de ser algo
diferente al resto de sus homoformos vacíos y estandarizados.
Pero ella cogió su mochila, con todo lo que intuyó necesario
dentro, y miró por última vez los superhéroes de plástico del último nivel de
su estantería, antes de querer convertirse en el antihéroe de carne y hueso.
2 comentarios:
¡bbrrrw! Ha merecido la pena esperar. (cada día me gusta más Claudia:)
hey, esto es tan solo, increible! con la música de fondo. amé! besos desde Buenos Aires!
http://www.budassiyulo.blogspot.com.ar/
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