El rugido del río estallando
contra las piedras hacía eco en mi cabeza, mientras que su color había dejado de ser agua para
convertirse en mi memoria en aquellos ojos que cambiaban según el tono del
cielo -o de los recuerdos voraces que resistían por mantenerse en su mente
anémica, mordida como una manzana por un gusano-. Aquellos ojos, los de ese
anciano que un día apareció en la puerta de mi casa. Solía pensar, cada vez que
lo miraba, que ese era el color de las lágrimas retenidas, pero no era más que
la vida, cristalizada delante de sus pupilas, como el río que parecía haberse
detenido junto con el tiempo, dejando espacio a mi mente a reconstruir los encuentros
con aquel viejo.
Apareció una tarde en frente de
mi casa. Miré por la mirilla cuando llamó, pero no lo reconocí, no le abrí la
puerta. Al día siguiente, a la misma hora, volvió a llamar.
-¿Marina? ¡Ábreme, Marina!
-Disculpe, caballero, aquí no
vive ninguna Marina, debe haberse equivocado.
-¿Qué le ha pasado a mi Marina?
¿Dónde ha ido? ¿Y quién eres tú?
Pero esos ojos aguados y
tristones, su expresión desolada y la sensación de abandono que provocaba en
mí, me quitaron automáticamente las fuerzas para explicarle que no conocía a
ninguna Marina, que, desde luego, allí no vivía ninguna, y que me llamaba… ¿qué
más daría mi nombre a un hombre que no me buscaba a mí?
Lo invité a entrar.
-¡Marina! Marina, vengo a
recogerte para ir al baile, date prisa que ya son las seis. Vendrás conmigo, y
si tu madre no te deja, nos escaparemos. Marina, ¿cuándo ha cambiado tu madre
la barandilla de la escalera? Bueno, claro, que la de madera estaba rota.
Fue un flashback. Recordé ser pequeña,
aprovechar cada momento en que mis padres no miraban para bajar escurriéndome
por la barandilla de la escalera. Recuerdo que era de madera, y que un día, un
trozo se terminó de romper y me clavé un montón de astillas en la tripa. Y
luego mis padres cambiaron la barandilla. Mientras intentaba disimular mi
expresión de terror, lo invité a sentarse, a tomar un chocolate que me
rechazó porque no recordaba si se había pinchado insulina. Fui a por una
botella de vino. Cundo volví, no paraba de colocarse y descolocarse el
sombrero. Serví dos copas.
-¿Quiere usted que deje su
sombrero en una percha mientras tomamos la copa?
Aceptó. Necesitaba mínimas
excusas para alejarme, tomar aire, y pensar en qué estaba ocurriendo, y, sobre
todo, en qué decirle al anciano. Pero las agujas del reloj pasaban y el
sombrero seguía en mis manos. El vino se estaría calentando, y quién sabe qué
estuviera haciendo el viejo en mi salón. Volví a comprobarlo. Sujetaba el
sacacorchos con las dos manos, pero con suma delicadeza. Lo habría y lo
cerraba, levantando y bajándole los brazos.
-¡Qué bien bailas, Marina!- Lo
escuché decir, y sentí un zumbido a la altura del estómago. –Ah, que estás
aquí. Perdona. –Enrojecieron sus mejillas, nos sentamos los dos en la mesa, a
beber las copas. Yo seguía sin saber qué decir, pero entonces volvió a hablar.
-Marina ha subido a la habitación de arriba a ponerse el vestido que le regalé.
La habitación con la ventana desde la que se ve el río, ¿sabes? Es la de su
hermano, pero a Marina le gusta más esa habitación. Dice que en cuanto Álvaro
se case con su novia, se va a cambiar a esa habitación. Y que si, cuando seamos
mayores y nos casemos, nos quedamos a vivir aquí, va a tirar la pared que la
separa de su habitación y va a hacer una habitación enorme para los dos.
Le brillaban los ojos, y miraba
al infinito. No me sorprendió ninguna de sus palabras. Sin embargo, sentía que
a cada una de ellas, esa casa, ladrillo a ladrillo iba dejando de ser tan mía
como la había considerado toda mi vida. Giró la cabeza mirándome de arriba
abajo, muy serio. Me intimidó. Entonces, de golpe sonrió y clavó sus pupilas de
un negro desgastado en las mías.
-¡Pero qué guapa estás hoy,
Marina! Pareces una niña, como cuando te perseguía por la orilla del río y tú
me tirabas piedras. Yo me enfadaba. Como aquél día que te perseguí hasta tu
casa. Corrías como una gacela, Marina, pero yo no tiraba la toalla. Y cuando te
encontré, te escondiste en el desván, pero yo subí. Me pegaste un empujón, me
tiraste al suelo y vaciaste las piedras de tus bolsillos sobre mí, y cuando
alcé la cabeza para ver dónde estaba, sólo vi tus ojos furiosos sobre mi
cabeza. Creía que me ibas a seguir pegando, Marina, pero entonces me diste un
beso. ¡Ay Marina, qué pronto empezamos!
Volvieron a brillarle los ojos,
noté que se le ponían azules mientras contaba sus historias, verde mar cuando
nombraba a Marina, y eran grises cuando miraba al infinito en cada pausa. Yo
mientras, intentaba descongestionarme el alma. De buscar una palabra de consuelo
con la que hacerle ver la realidad sin lastimar a ese viejo que en media hora
me había tocado la fibra sensible. Que se había colado en mi casa sin previo
aviso, y había bailado con un sacacorchos. Yo también lo hacía de pequeña.
Levantaba sus brazos y en mi mente se transformaba en una bailarina de ballet,
con su tutú rosa y su moño, bailando el Lago de los Cisnes. Pero se me encogía
el corazón cuando ese octogenario llamaba Marina a cualquier cosa que en
sombras pudiera recordar a una figura humana.
-¡Dame un beso, Marina!- Tiró de
mí y me agarró de los brazos, acercándome a él. Olía a naranjas y a insulina.
Me retorcí, pero había comprendido que no había manera de hacerle cambiar de
opinión. Que fuera quien fuera quien le abriese la puerta de esa casa, a
cualquier hora, él siempre iba a encontrar a una Marina dentro.
-¡No, que nos va a ver mi madre!-
Fue lo primero que se me ocurrió decir. Se le ensombreció el rostro, pero
pareció comprenderlo. Le di un beso en la mejilla. Recuerdo que fue entonces
cuando el reloj de cuco cantó las ocho. ¡Qué rápido había pasado el tiempo!
Recuerdo que dijo que se le hacía tarde, me ofrecí a acompañarlo, pero se negó,
así que le devolví su sombrero y se marchó. Recuerdo que esa noche el río se
veía alegre desde mi habitación, pero que los muelles de mi cama se quejaban de
mi presencia. Recuerdo que, antes de irse, dijo algo de un gigante, pero no le
di importancia. Que ojalá no lo encontrara, creo.
Pasó un año en el que no volví a
acostumbrarme a mi casa, o quizá fue ella la que no se acostumbró a mí. Y un
día cualquiera, unos golpes me obligaron a dejar el libro que leía. Volví a
verlo a través de la mirilla a eso de las seis de la tarde, con su sombrero
puesto, con su olor a naranjas.
-Pase –le dije-, siéntese que le
sirvo una copa de vino mientras espera usted a Marina.
-¿Le ha dicho a usted que la voy
a llevar al baile?- Me preguntó asombrado, con esa expresión de quinceañero
perdido que tanto contrastaba con las arrugas de su rostro, mientras metía sus
dedos entre las páginas de mi libro, que descansaba en la mesa.
-Sí. Pero su madre…
-¡Su madre debería encontrarse al
gigante!
-¿Quién es el gigante?- Pregunté,
curiosa.
-Mi abuelo me contó que las
personas, cuando se hacen muy, muy mayores, se encuentran con un gigante, que
se los come, para que el mundo no se llene de gente.
No supe qué decirle, así que fui
a por otra botella de vino y un par de cigarros. Al volver, me dijo que se
tenía que ir, no parecía acordarse del baile, ni de Marina. Le devolví el
sombrero, otra vez, y lo dejé marchar y llevarse mi libro con él. Advertí cómo,
justo antes de salir por la puerta, deslizaba su dedo índice sobre un lugar
exacto, mínimo, de la madera de la puerta, uno de un color diferente al resto.
Me acerqué, y lo encontré, como si hubiera encontrado el corazón de la casa.
Una M, escrita con compás, en el lomo de la puerta, que sólo se veía al
abrirla, que sólo se percibía si sabías que estaba allí. Algo, que me
recordaba, que ese era el hogar de otras vidas, de otras memorias.
El río volvía a cobrar vida. Por
un momento brilló verde, y en seguida cambió a azul. El restallar del agua
contra las piedras parecía volverse más y más furioso a cada segundo, como si
intentara ocultar las campanas negras que se oían al fondo. Comprendí que los
hombres buenos también han de encontrarse con el gigante, pero se me arrugó
algo dentro de pensar que le tocaba a él, al anciano-niño, a ese al que no podría
llevar nunca unas flores porque ni siquiera le había preguntado nunca su
nombre. Porque él tampoco me lo preguntó, pero desde que me llamó así la
primera vez, yo había empezado a ser Marina.
Las campanas habían cesado, y el
río se calmaba. El azul se había convertido en gris, en gris de recuerdos y de
olvidos, gris de alzhéimer, gris de tiempo, gris de memorias rotas. Aún
guardaba alguna botella de vino, y esa iba a ser una noche triste, perfecta
para beber una copa. Emprendí el retorno a casa, mientras en mi cabeza solo
sonaban los primeros versos de una canción. “Un extraño tipo con un sombrero,
un eterno pasado metido en su agujero…”.
2 comentarios:
Me encanta. :)
Genial
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