viernes, 13 de abril de 2012

"Un extraño tipo con un sombrero..."


El rugido del río estallando contra las piedras hacía eco en mi cabeza, mientras que su color había dejado de ser agua para convertirse en mi memoria en aquellos ojos que cambiaban según el tono del cielo -o de los recuerdos voraces que resistían por mantenerse en su mente anémica, mordida como una manzana por un gusano-. Aquellos ojos, los de ese anciano que un día apareció en la puerta de mi casa. Solía pensar, cada vez que lo miraba, que ese era el color de las lágrimas retenidas, pero no era más que la vida, cristalizada delante de sus pupilas, como el río que parecía haberse detenido junto con el tiempo, dejando espacio a mi mente a reconstruir los encuentros con aquel viejo.

Apareció una tarde en frente de mi casa. Miré por la mirilla cuando llamó, pero no lo reconocí, no le abrí la puerta. Al día siguiente, a la misma hora, volvió a llamar.

-¿Marina? ¡Ábreme, Marina!

-Disculpe, caballero, aquí no vive ninguna Marina, debe haberse equivocado.

-¿Qué le ha pasado a mi Marina? ¿Dónde ha ido? ¿Y quién eres tú?

Pero esos ojos aguados y tristones, su expresión desolada y la sensación de abandono que provocaba en mí, me quitaron automáticamente las fuerzas para explicarle que no conocía a ninguna Marina, que, desde luego, allí no vivía ninguna, y que me llamaba… ¿qué más daría mi nombre a un hombre que no me buscaba a mí?

Lo invité a entrar.

-¡Marina! Marina, vengo a recogerte para ir al baile, date prisa que ya son las seis. Vendrás conmigo, y si tu madre no te deja, nos escaparemos. Marina, ¿cuándo ha cambiado tu madre la barandilla de la escalera? Bueno, claro, que la de madera estaba rota.

Fue un flashback. Recordé ser pequeña, aprovechar cada momento en que mis padres no miraban para bajar escurriéndome por la barandilla de la escalera. Recuerdo que era de madera, y que un día, un trozo se terminó de romper y me clavé un montón de astillas en la tripa. Y luego mis padres cambiaron la barandilla. Mientras intentaba disimular mi expresión de terror, lo invité a sentarse, a  tomar un chocolate que me rechazó porque no recordaba si se había pinchado insulina. Fui a por una botella de vino. Cundo volví, no paraba de colocarse y descolocarse el sombrero. Serví dos copas.

-¿Quiere usted que deje su sombrero en una percha mientras tomamos la copa?

Aceptó. Necesitaba mínimas excusas para alejarme, tomar aire, y pensar en qué estaba ocurriendo, y, sobre todo, en qué decirle al anciano. Pero las agujas del reloj pasaban y el sombrero seguía en mis manos. El vino se estaría calentando, y quién sabe qué estuviera haciendo el viejo en mi salón. Volví a comprobarlo. Sujetaba el sacacorchos con las dos manos, pero con suma delicadeza. Lo habría y lo cerraba, levantando y bajándole los brazos.

-¡Qué bien bailas, Marina!- Lo escuché decir, y sentí un zumbido a la altura del estómago. –Ah, que estás aquí. Perdona. –Enrojecieron sus mejillas, nos sentamos los dos en la mesa, a beber las copas. Yo seguía sin saber qué decir, pero entonces volvió a hablar. -Marina ha subido a la habitación de arriba a ponerse el vestido que le regalé. La habitación con la ventana desde la que se ve el río, ¿sabes? Es la de su hermano, pero a Marina le gusta más esa habitación. Dice que en cuanto Álvaro se case con su novia, se va a cambiar a esa habitación. Y que si, cuando seamos mayores y nos casemos, nos quedamos a vivir aquí, va a tirar la pared que la separa de su habitación y va a hacer una habitación enorme para los dos.

Le brillaban los ojos, y miraba al infinito. No me sorprendió ninguna de sus palabras. Sin embargo, sentía que a cada una de ellas, esa casa, ladrillo a ladrillo iba dejando de ser tan mía como la había considerado toda mi vida. Giró la cabeza mirándome de arriba abajo, muy serio. Me intimidó. Entonces, de golpe sonrió y clavó sus pupilas de un negro desgastado en las mías.

-¡Pero qué guapa estás hoy, Marina! Pareces una niña, como cuando te perseguía por la orilla del río y tú me tirabas piedras. Yo me enfadaba. Como aquél día que te perseguí hasta tu casa. Corrías como una gacela, Marina, pero yo no tiraba la toalla. Y cuando te encontré, te escondiste en el desván, pero yo subí. Me pegaste un empujón, me tiraste al suelo y vaciaste las piedras de tus bolsillos sobre mí, y cuando alcé la cabeza para ver dónde estaba, sólo vi tus ojos furiosos sobre mi cabeza. Creía que me ibas a seguir pegando, Marina, pero entonces me diste un beso. ¡Ay Marina, qué pronto empezamos!

Volvieron a brillarle los ojos, noté que se le ponían azules mientras contaba sus historias, verde mar cuando nombraba a Marina, y eran grises cuando miraba al infinito en cada pausa. Yo mientras, intentaba  descongestionarme el alma. De buscar una palabra de consuelo con la que hacerle ver la realidad sin lastimar a ese viejo que en media hora me había tocado la fibra sensible. Que se había colado en mi casa sin previo aviso, y había bailado con un sacacorchos. Yo también lo hacía de pequeña. Levantaba sus brazos y en mi mente se transformaba en una bailarina de ballet, con su tutú rosa y su moño, bailando el Lago de los Cisnes. Pero se me encogía el corazón cuando ese octogenario llamaba Marina a cualquier cosa que en sombras pudiera recordar a una figura humana.

-¡Dame un beso, Marina!- Tiró de mí y me agarró de los brazos, acercándome a él. Olía a naranjas y a insulina. Me retorcí, pero había comprendido que no había manera de hacerle cambiar de opinión. Que fuera quien fuera quien le abriese la puerta de esa casa, a cualquier hora, él siempre iba a encontrar a una Marina dentro.

-¡No, que nos va a ver mi madre!- Fue lo primero que se me ocurrió decir. Se le ensombreció el rostro, pero pareció comprenderlo. Le di un beso en la mejilla. Recuerdo que fue entonces cuando el reloj de cuco cantó las ocho. ¡Qué rápido había pasado el tiempo! Recuerdo que dijo que se le hacía tarde, me ofrecí a acompañarlo, pero se negó, así que le devolví su sombrero y se marchó. Recuerdo que esa noche el río se veía alegre desde mi habitación, pero que los muelles de mi cama se quejaban de mi presencia. Recuerdo que, antes de irse, dijo algo de un gigante, pero no le di importancia. Que ojalá no lo encontrara, creo.

Pasó un año en el que no volví a acostumbrarme a mi casa, o quizá fue ella la que no se acostumbró a mí. Y un día cualquiera, unos golpes me obligaron a dejar el libro que leía. Volví a verlo a través de la mirilla a eso de las seis de la tarde, con su sombrero puesto, con su olor a naranjas.

-Pase –le dije-, siéntese que le sirvo una copa de vino mientras espera usted a Marina.

-¿Le ha dicho a usted que la voy a llevar al baile?- Me preguntó asombrado, con esa expresión de quinceañero perdido que tanto contrastaba con las arrugas de su rostro, mientras metía sus dedos entre las páginas de mi libro, que descansaba en la mesa.

-Sí. Pero su madre…

-¡Su madre debería encontrarse al gigante!

-¿Quién es el gigante?- Pregunté, curiosa.

-Mi abuelo me contó que las personas, cuando se hacen muy, muy mayores, se encuentran con un gigante, que se los come, para que el mundo no se llene de gente.

No supe qué decirle, así que fui a por otra botella de vino y un par de cigarros. Al volver, me dijo que se tenía que ir, no parecía acordarse del baile, ni de Marina. Le devolví el sombrero, otra vez, y lo dejé marchar y llevarse mi libro con él. Advertí cómo, justo antes de salir por la puerta, deslizaba su dedo índice sobre un lugar exacto, mínimo, de la madera de la puerta, uno de un color diferente al resto. Me acerqué, y lo encontré, como si hubiera encontrado el corazón de la casa. Una M, escrita con compás, en el lomo de la puerta, que sólo se veía al abrirla, que sólo se percibía si sabías que estaba allí. Algo, que me recordaba, que ese era el hogar de otras vidas, de otras memorias.


El río volvía a cobrar vida. Por un momento brilló verde, y en seguida cambió a azul. El restallar del agua contra las piedras parecía volverse más y más furioso a cada segundo, como si intentara ocultar las campanas negras que se oían al fondo. Comprendí que los hombres buenos también han de encontrarse con el gigante, pero se me arrugó algo dentro de pensar que le tocaba a él, al anciano-niño, a ese al que no podría llevar nunca unas flores porque ni siquiera le había preguntado nunca su nombre. Porque él tampoco me lo preguntó, pero desde que me llamó así la primera vez, yo había empezado a ser Marina.

Las campanas habían cesado, y el río se calmaba. El azul se había convertido en gris, en gris de recuerdos y de olvidos, gris de alzhéimer, gris de tiempo, gris de memorias rotas. Aún guardaba alguna botella de vino, y esa iba a ser una noche triste, perfecta para beber una copa. Emprendí el retorno a casa, mientras en mi cabeza solo sonaban los primeros versos de una canción. “Un extraño tipo con un sombrero, un eterno pasado metido en su agujero…”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta. :)

Anónimo dijo...

Genial