Querida sombra:
Escribo, una vez más, una carta
de amor al amor inexistente, a lo perdido después de haberlo encontrado, a la
tristeza de esos ojos que me miran, reflejados en el cristal de la copa que
sujeto, y que no son más que los míos, sin tu presencia. Te escribo a ti, y al
viento molesto que ahora ocupa tu lugar.
Escribo con las manos blancas,
quebradas por más daños que años, ahumadas por el cigarro que sujeto entre los
dedos, y ahogadas en el whisky que le falta a mi vaso, que me pide que acabe de
una vez con el hielo que ha dejado de tintinear y se ha hecho agua, a la par
que mis ojos. Me he deslizado por el sillón, me he dejado caer, me he escurrido
como se ha escurrido el tiempo por mi piel, llevándoselo todo.
Y ahora que te he perdido es como
si también el mundo se me cayera encima, y se quedara ahí, haciendo fuerza
contra mis hombros. Ahora que ya no son mis dedos los que bailan en tus
mechones de pelo del color del fuego, ni hacen turismo durante horas por los
kilómetros que a veces parecen medir tus piernas. Ahora que ya no son mis ojos
a los que haces naufragar en la incoherente búsqueda de tus defectos; y que no
son mis brazos los que te agarran fuerte, como si pudieras (y pudiste)
evaporarte en cualquier momento e intentase evitarlo. No son mis labios ya los
que arden cada vez que rozan tu piel, ni parece que se deshacen cuando los
tuyos se acercan, ni se funden con ellos haciendo creer al propio mundo que se
ha parado.
No soy yo ya el más apropiado para
subir al cielo entre tus piernas, y arrancarle a la noche una o dos, o si por
mí fuera mil estrellas para hacerte un vestido – a ti ya no te importa que yo
hiciera lo imposible por conseguirlo –. Ya no soy yo a quien le susurras
canciones bonitas y versos de poetas sudamericanos mientras te desnuda, con esa
voz tan rota como las olas estrellándose en los acantilados.
Ahora es otra persona quien se
siente Dios cuando lo miras con esos ojos salvajes.
Pero sigo y siempre seguiré
siendo yo quien regalaría su último aliento por verte mover el culo al caminar
una vez más. Porque tenerte fue dejar de creer en los cuentos del movimiento de
rotación y del eje imaginario de la Tierra, y empezar a comprender que eres tú
la razón por la que el mundo gira.
Y, sin embargo, esta carta
quedará en el cajón de los versos que te escribí por no ser capaz de decírtelos
al oído, de los versos que llegaron tarde, que no llegaron, que llegaron sólo a
tu piel enredados en la punta de mis dedos, y ahora mueren hechos tinta en un
papel que acabaré quemando para que las llamas me recuerden el color de tu
pelo.
Demasiado cobarde para ser tuyo.
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