lunes, 10 de diciembre de 2012

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Puedo empezar hablando del tiempo y del aumento exponencial de su velocidad. Puedo hablar de aprender, de desaprender, de errar. De que se acabó el tiempo y nadie me dedicó esa canción de Kings of Leon, Seventeen. Todo cambia. Y “todo” es lo más parecido a “nada”.
Miro los surcos que hacen esas microarrugas en el dorso de mis manos y pienso en lo que han vivido y en lo que les queda por vivir. En todo lo que han tocado, las personas a las que han acariciado, todas las palabras que han escrito, los vasos y cigarros que han agarrado. En seis mil quinientos setenta y cinco días se puede escribir un libro, se puede contar una vida. Van ya unos cuantos tachones en aquella lista de “Cien cosas que hacer antes de morir” que sólo tiene escritas 85, y mis manos mueren de ganas de seguir tachando. Sabes, no soy de confianza, ni lo voy a ser nunca. Quizá tampoco vaya a ser más buena nunca, pero no soy tan mala.
Nunca me gustó acelerar las cosas, pero me lo pide el cuerpo y necesito libertad. Este será el último cambio que permitiré sonriendo que haga el tiempo. Creo que definitivamente tengo que dejar de ser una niña, pero no quiero, estoy bien así. Un año al menos más, de transición. Se me abren las ventanas, pero ya maduraré… el año que viene. Ahora necesito estos 365 días para vivir. Joven, salvaje y libre.

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