Puedo empezar hablando del tiempo y del aumento exponencial
de su velocidad. Puedo hablar de aprender, de desaprender, de errar. De que se
acabó el tiempo y nadie me dedicó esa canción de Kings of Leon, Seventeen. Todo
cambia. Y “todo” es lo más parecido a “nada”.
Miro los surcos que hacen esas microarrugas en el dorso de
mis manos y pienso en lo que han vivido y en lo que les queda por vivir. En
todo lo que han tocado, las personas a las que han acariciado, todas las
palabras que han escrito, los vasos y cigarros que han agarrado. En seis mil
quinientos setenta y cinco días se puede escribir un libro, se puede contar una
vida. Van ya unos cuantos tachones en aquella lista de “Cien cosas que hacer
antes de morir” que sólo tiene escritas 85, y mis manos mueren de ganas de
seguir tachando. Sabes, no soy de confianza, ni lo voy a ser nunca. Quizá
tampoco vaya a ser más buena nunca, pero no soy tan mala.
Nunca me gustó acelerar las cosas, pero me lo pide el cuerpo
y necesito libertad. Este será el último cambio que permitiré sonriendo que
haga el tiempo. Creo que definitivamente tengo que dejar de ser una niña, pero
no quiero, estoy bien así. Un año al menos más, de transición. Se me abren las
ventanas, pero ya maduraré… el año que viene. Ahora necesito estos 365 días
para vivir. Joven, salvaje y libre.
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